A Francisco Cortés Fortes todo el mundo lo conocía como Paco el coquero, el cojo del carrillo ambulante que paraba frente a la tienda de los Cuadros. Casi nadie supo nunca sus apellidos porque durante más de treinta años fue el hombre anónimo, el caballero inexistente, un tipo enigmático al que dieron por muerto en el frente, durante la guerra.
Su corta juventud estuvo marcada por la guerra. No había cumplido veinte años cuando fue reclutado para luchar en el ejército republicano. En un escarceo del enemigo, durante la batalla de Guadalajara, recibió parte de un cañonazo en su pierna derecha, cayendo herido de gravedad. Estuvo varias semanas entre la vida y la muerte y su nombre pasó a ingresar las listas de desaparecidos hasta que lo dieron por muerto.
Al terminar la guerra decidió venir a Almería, buscando la ayuda de su prima Dolores que vivía en el Barrio. Inválido de una pierna y sin identidad, era el hombre sin papeles, una sombra andante. No tenía ningún carnet que lo acreditara y temiendo ser detenido por su vinculación con la República, no se presentó a las autoridades como era obligatorio.
La figura de su prima fue fundamental para volver a rehacer su vida. Consiguió dinero y una habitación en una fonda cercana a la Plaza Marín, donde estuvo viviendo durante más de veinte años sin necesidad de ningún documento. Habitaba un pequeño tugurio donde nunca entraba el sol y donde la humedad reinaba a sus anchas. En aquella habitación no había espacio nada más que para una cama, una mesita de noche y el retrato de su madre que siempre lo acompañó allá donde lo llevara el destino.
Como carecía de acreditaciones tuvo que buscarse la vida por su cuenta, adquiriendo el inseparable carrillo en el que puso de moda los cocos y las chufas en el Paseo y en la Puerta de Purchena. Cuando llegaban los días de Navidad llenaba el carro de juguetes baratos y se colocaba cerca del Rinconcillo, frente a la famosa tienda de la Casa de los Cuadros. Paco el coquero se ponía su bata blanca y su gorro en la cabeza y se iba dando cojetadas con el carrillo repleto de mercancías, sin levantar jamás ningún tipo de sospechas. Todo el mundo lo conocía, todo el mundo lo saludaba, pero muy pocos sabían su verdadera historia.
Así, con su venta ambulante, con su porte de aristócrata, con su fino acento, su buen porte y sus buenos modales, Paco se fue ganando la vida. Sacaba lo suficiente para poder comer durante la semana y además contaba con el apoyo moral de su prima Dolores, que fue para él como una hermana, abriéndole de par en par las puertas de su casa y el cariño de sus hijos.
Los domingos, que era su día de descanso, se afeitaba, se untaba el pelo de brillantina, se vestía con sus mejores ropas y tomaba el camino del Barrio Alto para almorzar con su familia. Era el día más importante de la semana porque por unas horas dejaba de ser ese tipo solitario sin nombre ni apellidos que sobrevivía en una habitación oscura de una pensión anónima.
Los domingos, a la hora del almuerzo, Paco se llenaba de afectos rodeado de sus primos. Aunque no le sobraba el dinero, él procuraba tener siempre un detalle con los niños, que lo esperaban en la puerta de la casa para verlo llegar cargado con el suculento botín de un par de tebeos.
Cómo disfrutaba cada domingo en familia, era tan feliz como la mañana en la que al levantarse de la cama escuchó por la radio que Franco ya era historia. Paco se emocionó y pensó que las cosas podrían cambiar. Dos años después, cuando se puso en marcha Ley de Amnistía de Adolfo Suarez, Paco se presentó en Tarragona, en los juzgados, donde aún pesaba una orden de detención contra él, por adhesión al bando rojo. Al poco tiempo lo rehabilitaron y le concedieron una generosa pensión de la Seguridad Social, ya que había sido carabinero. Su vida había cambiado totalmente.
Como si quisiera recuperar el tiempo perdido, empezó a viajar, a ver mundo, como se decía entonces: visitó Cuba y gran parte de Europa y volvió a sentirse joven. Cuando llegaban los veranos se iba a Lanjarón a tomar las aguas y como persona agradecida que siempre fue, no se olvidaba de regalarle un jamón a su familia.
Una tarde de principios de la década de los ochenta, una mujer menuda y elegante se acercó a la casa de la prima Dolores en la calle Real del Barrio Alto y preguntó: “Buenas tardes, me llamo Angelita, saben ustedes si Paco Cortés aún vive”. “No solo vive sino que se ha retoñado. Ahora mismo está veraneando en Lanjarón, que dice que no soporta el calor de Almería”, le contestó la prima Dolores.
A Angelita se le iluminaron los ojos y no tardó en presentarse: “soy su novia de antes de la guerra ”. Aquella mujer, llena de decisión, cogió el primer autobús y se fue a buscarlo a Lanjarón. Llegó a la pensión ‘Andalucía’, donde se alojaba y tocó a la puerta. Cuando se encontraron no hicieron falta palabras. Se miraron, se abrazaron y lloraron por el tiempo perdido. Al poco tiempo se casaron, y vivieron felices durante varios años.
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Eduardo de Vicente