En la calle Real, en un portal ancho y profundo, había un almacén de trastos viejos donde íbamos los niños a vender los periódicos usados. Era el negocio de Paco el papelero, un lugar donde cualquier objeto tenía su precio, un pequeño océano de lo inútil donde iba a desembocar todo lo que ya no servía en las casas.
El almacén estaba presidido por una báscula gigantesca donde se iba pesando la mercancía. En la pared principal se levantaba una estantería destartalada donde se iban acumulando los objetos de forma aleatoria. Por unos cuantos kilos de papel nos daban unas monedas, escasas, pero suficientes para cubrir los gastos de unas barras de regaliz o una bolsa de cacahuetes y si en vez de periódicos llevábamos revistas, lo mismo ese día teníamos para sacarnos la entrada del cine.
Aquel negocio de papeles viejos tenía mucho que ver con las traperías y con las chatarrerías que abundaban por los barrios. Vivían de las sobras en un tiempo donde casi nada se tiraba; eran el destino de aquellos mercaderes de la pobreza que iban recorriendo las calles, recogiendo todo lo que se encontraban a su paso, desde trapos y cartones, hasta alambres y ropa usada.
Una de las impresiones que tengo grabadas de mi infancia es que había muchos pobres rondando por las calles, gente que no tenía un oficio reconocido ni la posibilidad de alcanzar una pensión. Unos se dedicaban a mendigar y otros sobrevivían a duras penas de las sobras, de lo que se iba tirando en las casas.
Pobre era aquella mujer que se colocaba en la calle de las Tiendas con su puesto de castañas asadas. Llegaba todos los años por el mes de octubre anunciando el otoño, con sus cuatro trastos y su saco de castañas, envuelta en un mantón gris con el que se protegía la boca cuando empezaba a caer la tarde. La imagen de aquella mujer la tengo asociada al frío, a esa sensación gélida que sentíamos los niños cuando contemplábamos la figura de la vendedora calentándose el alma y las manos entre las últimas llamas del fuego.
Pobre era el hombre que iba recogiendo por los solares los hierros oxidados y los alambres viejos. Lo recuerdo con las manos ennegrecidas del trabajo, el rostro oscuro y la ropa abandonada, husmeando por las esquinas, por las basuras, aprovechando cualquier oportunidad aunque solo fuera una mísera colilla. Me impresionaba aquel personaje que cogía los hierros llenos de óxido sin contemplaciones. Mientras en nuestras casas las madres nos advertían que no cogiéramos alambres ni púas porque podíamos morirnos por culpa de la infección del tétanos, aquel pobre mercader se los echaba a las manos como si fueran flores, seguramente porque ya estaba vacunado contra la temida bacteria.
Pobre era el artesano del cobre que iba por las casas arreglando las ollas y las sartenes. Recuerdo un día en que mi madre le dio tres o cuatro cazos que ya estaban para el arrastre y el hombre los recibió como si se hubiera encontrando un tesoro. Los cargó en el saco que llevaba sobre sus espaldas y se marchó directo a la chatarrería.
Pobre era el afilador que nos alegraba las mañanas a los niños cuando a través de las ventanas del colegio escuchábamos a lo lejos el sonido inconfundible de su flauta.Entre las cuentas de matemáticas, los verbos y las lecciones de historia, la cantinela del afilador nos invitaba a salir corriendo a la calle aunque solo fuera con la imaginación.
Pobre era el hombre que se llevaba la ropa usada, el que iba recogiendo los desperdicios de la comida para echárselos a las gallinas y a los conejos y el hombre del saco que buscaba cualquier cosa entre la nada, soportando además la mala fama de las historias infantiles que le habían colgado el cartel de peligroso.
Pobre era el basurero que entraba hasta los patios a diario y que todos los años nos limpiaba el pozo negro cuando estaba a punto de reventar. Pobre era el artesano que arreglaba las maltrechas varillas de los paraguas de casa en casa y pobres eran aquellas mujeres que recorrían los barrios con su cargamento de chumbos recién cogidos al grito de: “Chumbos frescos, pelados y sin espinas”.
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