Existía un misterio que nunca llegué a resolver de niño, el de los madrugones voluntarios de las mañanas de los domingos. Por qué motivo los días de diario el sueño me empujaba hacia las sábanas con una fuerza descomunal a la hora de levantarme para el colegio y cuando llegaba el domingo esa misma fuerza se desataba en dirección contraria para sacarme de la cama antes de tiempo.
Los lunes tenía ganas de esconderme en el último sueño de la mañana y los domingos saltaba de la cama antes de salir el sol, con la sensación de que no había tiempo que perder, que la vida y todos sus regalos me estaban esperando fuera con los brazos abiertos.
Siempre tuve la sensación de que los domingos por la mañana eran como la segunda parte de los sábados, la continuación de una fiesta inacabada, y que los domingos por la tarde, después de la tregua del almuerzo, eran un cruel anticipo del lunes que estaba al acecho.
Los domingos tenían un ritual idéntico que se repetía en nuestro calendario de rutinas familiares y en nuestro disco duro sentimental. Los domingos, sin la presencia de los niños camino del colegio y con las tiendas cerradas, las calles parecían postizas, como aquellos poblados del desierto de Tabernas donde íbamos con la familia a echarnos fotografías. En aquel derroche de soledad de los domingos a primera hora reinaba una atmósfera de fin del mundo y cuando uno salía a las calles vacías un extraño viento de tristeza te arañaba el alma.
El domingo era un día lleno de promesas que con el paso de las horas se iban desvaneciendo en la propia rutina dominical. Nos despertábamos oliendo a churros recién hechos, que eran nuestra pequeña recompensa del día de fiesta. El domingo era el día del lavado completo, no sólo del aseo de caras y manos habitual de los días de diario para ir a la escuela, sino del lavado íntimo y profundo que pasaba por la pila del patio si era verano y por los barreños de agua caliente en invierno. Los domingos nos lavaban la cabeza y pasábamos por esos minutos de sufrimiento que llegaban cuando el champú te invadía los ojos. Después llegaba la muda con su blancura de ropa interior recién lavada. Cada vez que nos cambiábamos de camiseta y de calzoncillos sentíamos en nuestra piel el aliento helado del lunes que se clavaba como un puñal en nuestros pechos inmaculados.
El lavado, la muda y la ropa limpia que nos esperaba en el armario. Siempre me sentí un extraño vestido de domingo. Mi vocación era la ropa de diario, la que te permitía llenarte de tierra y mancharte de sobrasada.
Los domingos olían a ropa limpia, a cuerpos recién lavados y también a churros calientes y a papel de periódico. Los churros eran el desayuno familiar, una excepción en la monotonía de los vasos de leche y la mantequilla, tan festivos como la presencia del periódico.
El domingo era el día de la misa obligatoria. Cuando hacíamos la primera comunión nos pasábamos un año aceptando la penitencia de ir a misa y de confesarnos, pero era algo pasajero, hasta que acumulábamos tantos pecados que ya no había Dios que nos pudiera librar del fuego eterno. De misa regresábamos renovados, con cara de buenos y dispuestos a empezar una vida nueva. Así, con gesto de santidad y con los zapatos relucientes, nos íbamos a pasear con la familia, otro ritual propio de cada domingo que empezó a declinar cuando se pusieron de moda las excursiones en coche y los almuerzos en el campo.
Después de comer, el domingo se iba llenando de lunes y esa sensación de euforia de la mañana se iba desvaneciendo en la espesura de una niebla que llegaba a hacerse insoportable cuando salíamos del cine. Con qué ilusión íbamos al cine y con qué decepción regresábamos. Habíamos entrado de día, alentados por esa alegría del día festivo, y habíamos salido de noche, con prisa por volver a la casa y preparar la cartera para el día siguiente. Esa sensación de angustia y de impotencia de los anocheceres de los domingos te oprimía todos los sentidos cuando al pasar por un bar escuchabas en la radio la derrota de tu equipo.
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