Las calles estaban bajo sospecha. En algunos barrios habían dejado de ser la prolongación del salón de estar de las casas para convertirse en lugares poco recomendables, en campos de cultivo de los nuevos vicios que en la década de los setenta empezaron a brotar como la mala hierba.
Veníamos de una calle amable, acogedora, escenario de los juegos infantiles y lugar de encuentro de la vida vecinal. Veníamos de una calle donde las llamadas malas compañías arrastraban todavía la inocencia de otra época, y donde los golfos no pasaban del cigarrillo a escondidas, de las escapadas del colegio y de los escarceos amorosos en la oscuridad de un portal.
Veníamos de un tiempo donde los niños y los jóvenes sentíamos sobre nuestras conciencias el aliento de los padres cada vez que salíamos a la calle y el peso del castigo lo teníamos presente en cada paso que dábamos. Nos castigaban las madres, los padres, los hermanos mayores y los maestros, y los domingos cuando íbamos a misa, también nos castigaba el cura cuando le contábamos la mitad de los pecados que habíamos cometido esa semana.
Vivíamos en un territorio donde la frontera entre el bien y el mal estaba perfectamente delimitada y todos sabíamos el camino que teníamos que seguir si no queríamos convertirnos en ovejas descarriadas, en golfos sin oficio ni beneficio, en deshechos de la sociedad. Todos aquellos conceptos que teníamos tan claros, todas aquellas normas que parecían inquebrantables, esas reglas del juego que empezábamos a aprender desde la cuna, todo nuestro mundo tranquilo y perfectamente organizado en el que teníamos la certeza de que nunca pasaba nada, empezó a tambalearse de pronto, cuando la libertad se metió hasta nuestros dormitorios y nos revolvió hasta el último cajón del alma.
La libertad dejó de ser una conquista para convertirse en un objeto cotidiano que muchos jóvenes manipulábamos a nuestro conveniencia. Queríamos tener todos los derechos de nuestro lado y renunciar a cualquier obligación. Hasta cuando nos escapábamos de clase utilizábamos el argumento de la libertad para justificar el engaño.
La libertad fue una ola gigantesca que a muchos nos cogió mirando para otro lado. Recuerdo una tarde que en el colegio el maestro de Religión nos había estado hablando del pecado y de la manzana. Unas horas después, cuando un grupo de niños estábamos delante de un kiosco del Paseo viendo los tebeos, descubrimos medio oculta entre las publicaciones del corazón, una revista francesa con una mujer desnuda en la portada. De la noche a la mañana pasamos del catecismo y del retrato de María Inmaculada de la pared del colegio a los primeros cuerpos desnudos de aquellas revistas donde algunos descubrimos una sucursal del paraíso.
La libertad nos llegó sin previo aviso, sin que nadie nos hubiera explicado nada, como un torbellino que no tardó en transformar nuestros escenarios cotidianos. Esa libertad mal digerida hizo mucho daño en los barrios, entre la gente más humilde. Las calles empezaron a convertirse en lugares peligrosos, un campo de cultivo de todos los vicios, como nos decían los curas.
Fue entonces cuando desde las parroquias se inició una cruzada contra el vicio callejero, encaminada a controlar a los jóvenes en esas horas fuera del colegio donde las malas compañías podían causar estragos. Fue entonces cuando surgieron los grupos de reflexión, los locales culturales dirigidos por la Iglesia donde los muchachos y las muchachas podían convivir en su tiempo libre: ver películas decentes; jugar al ping pong y al futbolín; preparar obras de teatro; organizar coros y hacer excursiones; convivir bajo la mirada vigilante de los sacerdotes, que eran los que mejor conocían los peligros que había fuera.
En esta batalla contra la libertad excesiva y sus vicios congénitos, destacó la figura del padre Melchor Alegre, que se hizo fuerte en las parroquias de San Juan y de San Antón. En una entrevista publicada a comienzos de los años setenta en el periódico, el padre Marianista reconoció que el problema de la juventud empezaba a ser tan grande que ni la Iglesia sabía “cómo hincarle el diente”.
Casi todos conocimos a algún vecino o algún amigo de la calle o del colegio que en aquellos años de continuas rebeliones acabó siendo víctima de la libertad mal entendida. La droga destrozó familias y la delincuencia juvenil se convirtió en una plaga que fue transformando la vida de las calles, llevándose por delante aquella primitiva inocencia infantil.
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