Qué grandes nos parecían las distancias cuando éramos niños. Cada vez que salíamos de nuestro barrio iniciábamos un viaje. Esa sensación era la misma para los que vivían en el Zapillo o en Los Molinos que para los vecinos del centro de la ciudad. Los del Zapillo decían “vamos a Almería” cuando tenían que abandonar su territorio cercano, como si se fueran de excursión.
Los niños del centro teníamos como frontera el cauce de la Rambla. Más allá comenzaba un territorio que teníamos prohibido. Si alguna vez nos aventurábamos a conquistarlo era siempre sin permiso, procurando que no se enteraran en nuestras casas si no queríamos que nos impusieran un serio castigo.
Esa sensación de lejanía, de sentirse forastero en la misma ciudad, se acentuaba cuando echábamos a andar por la Avenida de Cabo de Gata (antes Vivar Téllez) y siguiendo la senda de la playa traspasábamos las últimas casas del Zapillo. Encontrarnos de frente con las torres de las chimeneas de la Central Térmica nos producía vértigo y esa emoción especial que nos embargaba cuando nos íbamos lejos.
Aquel escenario era otro mundo a comienzos de los años setenta. La carretera era todavía un camino y la presencia de la moderna Central Térmica en medio de la vieja vega subrayaba nuestra sensación de estar en otra parte. El humo de las chimeneas se colaba en medio de un paisaje que olía a verdura fresca, a estiércol y a leche.
Los cortijos sobrevivían en su aislamiento, aguantando el avance imparable de la civilización, y por aquella vieja carretera que llegaba hasta la desembocadura del río no se veían más vehículos que los carros de mulas.
La vega aprendió a vivir con la Central Térmica en un matrimonio contra natura que comenzó en los años cincuenta. El domingo 9 de enero de 1955, los almerienses se despertaron con una noticia que anunciaba que el Instituto Nacional de Industria había comprado tres centrales térmicas para los puertos del Mediterráneo y que una de ellas sería instalada en Almería. El periódico decía también que el proyecto ya estaba en marcha, que no había tiempo que perder, que los equipos de la nueva fábrica ya se estaban construyendo en unos talleres de Manchester.
Ante la premura de tiempo, las autoridades se pusieron a trabajar en busca de unos terrenos. El lugar elegido fue el camino hacia la boca del río, en el corazón de la Vega de Acá, a apenas cincuenta metros de la línea de costa. Sobre aquellos terrenos, y mediante una orden de ocupación forzosa dictada por la Autoridad Judicial, comenzaron las obras de la Central Térmica en el mes de enero de 1956.
Las autoridades eligieron este espacio, unos terrenos de 65.000 metros cuadrados, junto al Camino de Jaúl, (entonces no urbanizables), por su favorable ubicación, ya que estaban alejados del núcleo urbano y a una distancia considerable del río Andarax, por lo que no existía riesgo de inundaciones en caso de riadas. Además, estaba muy cerca del mar, por lo que la aportación de caudales marinos para la refrigeración de los motores estaba asegurada.
Las obras contemplaban, además del recinto propio de la central, la construcción de un sistema de abastecimiento de fuel-oil mediante canales subterráneos de algo más de dos kilómetros de longitud, que atravesaban lo que hoy es la Avenida del Mediterráneo, entonces terrenos de vega. A la vez, había que levantar un espigón para coger el agua del mar. Esta fue una de las obras más costosas, ya que fue necesario entrar 250 metros mar adentro y construir dos canales para que penetrara el agua y pudiera refrigerar el turboalternador y la caldera de la central.
El 23 de julio de 1958, se conectó la Central Térmica y el 30 de abril de 1961 se llevó a cabo la ceremonia de inauguración, a la que asistió el Jefe del Estado, Francisco Franco, junto a las autoridades locales. Los vecinos de la vega se pusieron la ropa de los domingos y desde lejos asistieron a la ceremonia. Nunca antes habían visto tantos coches ni tantos hombres vestidos con trajes.
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Eduardo de Vicente