Los ‘terraos’ nos contaban una historia. Eran un libro abierto donde podíamos conocer los detalles de la vida cotidiana de las familias. Por la ropa tendida podíamos averiguar el nivel social de la casa, si era familia numerosa e incluso cual era el oficio del padre.
Por los ‘terraos’ sabíamos lo que estaba haciendo de comer la vecina con solo oler el humo que salía de la chimenea y gracias a los ‘terraos’ muchos niños de entonces intuimos por primera vez la intimidad de un cuerpo desnudo. Unas veces lo veíamos de verdad, espiando a alguna muchacha que se subía a la azotea a tomar el sol, y otras nos conformábamos con imaginar cómo sería ese cuerpo viendo los movimientos de la ropa interior que el viento iba llenando de formas.
Los ‘terraos’ eran el desahogo de las casas, el refugio de los niños en las horas de castigo y la despensa de tantas familias que conservaron la antigua costumbre de criar animales al sol. Era raro encontrar una casa que no tuviera su gallinero reglamentario arriba y sus cajoneras para los conejos. Hubo un tiempo en que además de gallinas y conejos las familias criaban pavos para los días de Navidad.
El pavo era un pequeño lujo en la mesa de Nochebuena y necesitaba un periodo largo de engorde. Había quien se tiraba un año cebando al animal para que pudiera alimentar a toda la familia. Tanto tiempo en la casa podía resultar contraproducente, ya que se corría el riesgo de que acabara convirtiéndose en uno más de la familia, en otra mascota como el gato o el perro. Cuando se le tomaba cariño al pavo cualquiera le hincaba el diente el después.
El pavo para Navidad fue el sueño de muchas familias en los años de la posguerra, una tradición que fue perdiendo fuerza con el tiempo. A mediados de los años cincuenta la venta de pavos había sufrido ya una caída importante y cada temporada eran menos los vendedores que en diciembre aparecían por los alrededores del Mercado Central guiando con sus largas cañas aquellas manadas tan pintorescas. En 1955, el pavo estaba a cincuenta pesetas el kilo, un lujo al que no podían aspirar la mayoría de las familias, que optaban por criarlo ellas mismas en los ‘terraos’ o por la carne de pollo, que era mucho más económica.
El pavo fue también el plato preferido de las familias acomodadas de Almería que le encargaban la cena de Navidad al restaurante Imperial. Los propietarios del negocio llegaron a tener, en el ‘terrao’ que daba a la Plaza de San Sebastián, un auténtico criadero de pavos donde se dedicaban a cebar los animales que a veces les traían de los pueblos. Esta costumbre de tener animales arriba venía de antiguo en la casa. La familia del Imperial contaba como anécdota que en los días de la Guerra Civil, en uno de los bombardeos que sufrió la ciudad, la metralla llegó hasta el ‘terrao’ del restaurante, hiriendo de gravedad a un marrano que estaban criando. Benita, la mujer que se encargaba de la cocina, hizo de enfermera y con paciencia consiguió sacar adelante al animal que había sufrido el fuego de los aviones enemigos.
Los pavos del Imperial fueron muy famosos porque de ellos disfrutaba toda la ciudad: unos en la mesa, otros a través del escaparate. Cada año, cuando a mediados del mes de diciembre los pavos se asomaban al escaparate del restaurante, los niños acudían en grupo con la misma ilusión del que va al cine a disfrutar de una película en la que sabe que nunca llegará a ser protagonista. Detrás del cristal se podían pasar las horas muertas, como si la simple contemplación de aquel espectáculo les sirviera de alimento. Ese gesto de tristeza por lo inalcanzable se mezclaba también con la expresión de consuelo del que disfruta sólo con la mirada.
Los niños de aquellos años eran carne de escaparate. Existía una cultura del escaparate, más arraigada en la época de estrecheces cuando la mayoría de las familias no tenían dinero ni para cenas suculentas ni para comprar grandes regalos. Por eso, los sueños de aquellas generaciones de niños almerienses nacían y morían cada tarde frente al cristal del restaurante Imperial, viendo como los empleados manipulaban los alimentos para presentarlos al público como si un simple muslo de pollo tuviera el glamour de un diamante.
La víspera de Nochebuena el Imperial cerraba sus puertas. Durante un día no abría al público y todo el personal del establecimiento se entregaba a la preparación de los exquisitos manjares que eran exhibidos como joyas en los escaparates antes de pasar a llenar las mesas de tantas familias almerienses.
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