El elenco de actores del colegio

El empollón, el último de la fila, el torpe, estaban presentes en todas las clases

Niños del colegio Amor de Dios del barrio de Pescadería a comienzos de los años setenta cuando ellos y ellas ya compartían los mismos espacios.
Niños del colegio Amor de Dios del barrio de Pescadería a comienzos de los años setenta cuando ellos y ellas ya compartían los mismos espacios.
Eduardo de Vicente
23:55 • 04 nov. 2019 / actualizado a las 07:00 • 05 nov. 2019

Pisábamos el umbral de la puerta del colegio y nos convertíamos en alumnos, con toda una carga de deberes y compromisos que nos iban alejando del niño que habíamos dejado fuera. 



La escuela era un gran escenario con su elenco de actores, donde cada uno acababa asumiendo su papel. El director, cuando entraba en su despacho, asumía su papel de director y se iba impregnando de seriedad y lejanía. Los maestros, que a la hora del recreo en el patio parecían tipos divertidos y cercanos cuando hablaban entre ellos, cuando entraban en el aula se llenaban de solemnidad con su aura de sabios incuestionables.



Las normas del colegio y su estrecha disciplina nos hacían cambiar a todos, aunque más temprano que tarde a cada uno nos iba asomando nuestra verdadera personalidad. Dentro del aula se iba tejiendo una peculiar pirámide social en virtud de nuestras aptitudes y nuestro comportamiento. En lo más alto de esa escala siempre acababan instalándose los más listos, los estudiosos, encabezados por la figura del empollón



En todas las clases había al menos un par de empollones. A veces, solo coincidían en las buenas notas porque sus comportamientos eran completamente opuestos.Había empollones integrados que en el devenir diario del aula eran uno más, y empollones ensimismados en sus éxitos que terminaban aislándose del resto. El ejemplo más claro que yo conocí de empollón integrado fue el del actual Rector de la Universidad de Almería, Carmelo Rodríguez Torreblanca. Tenía un don natural para el estudio y una capacidad brutal para relacionarse, un atractivo innato que le permitía caer bien a todo el mundo. Con la misma naturalidad se relacionaba con los golfos de la clase que se pasaban las horas metiendo ‘follón’, que con los más aplicados que levantaban  la mano antes de que el maestro hiciera la pregunta. Carmelo llevaba la palabra humildad escrita en la frente y cada vez que sacaba un ‘10’ miraba para otro lado y acababa hablando de otra cosa para que nadie se sintiera ofendido. Carmelo llevaba las matrículas de honor y los sobresalientes guardados en el bolsillo para  que no se le notaran mucho y jamás renunció a jugar un partido de fútbol o a un guateque por muchos exámenes que tuviera el lunes siguiente.



En todas las clases estaba el empollón oficial y en el lado opuesto, el follonero y el último de la fila. Había folloneros que sacaban buenas notas y tenían su estatus dentro del aula, y otros que no aprobaban ni la Religión y que formaban parte de esa casta que nuestras madres llamaban las malas compañías. “Con ese no te juntes que me han dicho que no va a clase”, era una frase que escuchábamos a menudo durante el almuerzo. 



El follonero era un personaje imprescindible porque nos daba muchas alegrías en medio de la tristeza de los dictados y las multiplicaciones con decimales. El follonero era un funambulista vocacional que transitaba por la cuerda floja, al límite de lo prohibido, jugándose el tipo en cada ocurrencia, siempre con un pie fuera de la clase y con un cero en el casillero del boletín. El follonero vivía de las ocurrencias, de los chascarrillos que a todos nos hacían reír y de los que acababa siendo víctima cuando el maestro, cansado de sus gracias, lo echaba a la calle o lo mandaba al despacho del director. Ese instante de la expulsión, ese recorrido entre el pupitre y la puerta, era el que diferenciaba al follonero con título del aprendiz de follonero. El follonero auténtico, el hidalgo del alboroto, levantaba la cabeza con orgullo cuando era expulsado y mirando al tendido se despedía con una sonrisa entre los labios.



El último de la fila no tenía que ser a la fuerza follonero. A veces, el último era el que menos facultades tenía para estudiar y se veía abocado a llevar el farolillo rojo entre tanta competencia.El último de la clase sufría su torpeza y tenía que aguantar las carcajadas de los otros niños cuando cometía un fallo imperdonable. Cada vez que el maestro lo obligaba a levantarse para responder a unas preguntas, el cielo se le caía encima y las mejillas enrojecidas y el habla entrecortada delataban su ignorancia.




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