A los niños de hace cuarenta años, cuando empezábamos a rozar la adolescencia, nuestros padres nos abrían una cartilla de ahorro en un gesto lleno de pedagogía. Venían de la austeridad de la posguerra y querían que sus hijos aprendieran pronto lo que costaba ganar una peseta y lo importante que era saber administrarla después.
Un día nos vestían de domingo y nos llevaban a la sucursal del barrio cuando en los barrios había varias sucursales y cuando existía un trato humano y directo con el director y con los empleados. En aquellas antiguas libretas de ahorro se podía leer. “Ahorrar no es privarse de lo necesario, sino prescindir de los superfluo” y “Ahorro individual, bienestar colectivo”.
Íbamos al Monte Pío y allí estaban ellos, los empleados, siempre bien puestos, siempre con una sonrisa a mano, atendiendo a los clientes y batallando con las máquinas de escribir. Los banqueros de aquel tiempo tenían nombre y apellidos, conocían a tu familia y cuando llegabas a la sucursal no tenías que guardar cola para esperar tu turno. Uno tenía la sensación de que te estaban esperando y siempre había algún empleado que en un alarde de amabilidad te regalaba uno de aquellos bolígrafos que se hicieron tan populares en los bancos. e situabas delante del mostrador y había tiempo para todo, sobre todo para hablar de fútbol, preguntar por la salud y quejarse del calor insoportable. Recuerdo las modestas sucursales de barrio que soportaban los veranos a base de ventiladores y sobrevían a la humedad del invierno con aquellas estufas de butano que se pusieron de moda.
Los jóvenes de entonces, cada vez que íbamos al Monte Pío, mirábamos con un poco de envidia a los trabajadores porque habíamos idealizado tanto su profesión que pensábamos que ser empleado de banco era un oficio de privilegiados, tanto como el de maestro de escuela o el de profesor de instituto. Tan correctos, tan elegantes, sin tener que sudar mucho, tenían el trabajo perfecto, pensábamos nosotros.
Un grupo de aquellos antiguos empleados de la Caja de Ahorros se ha reunido recientemente para celebrar el Día Universal del Ahorro. La idea de este encuentro se empezó a gestar el pasado verano, cuando un empleado, ya jubilado, creó un grupo de Whatsapp al que le dio el nombre de Cajalmería, destinado a que los compañeros que quisieran adherirse pudieran compartir emociones a través de las viejas fotografías y de las muchas anécdotas que vivieron durante sus años en la entidad. La iniciativa empezó a dar resultados y tuvo tanto éxito que en la comida del pasado 31 de octubre se llegaron a reunir 110 compañeros que llenaron el comedor del Club de Mar. En el momento de lo postres, el empleado de mayor edad, Manuel Pérez Escobar, que ejerció de director en las oficinas de Gádor, la Lonja de Pescadería y la Plaza de Pavía, puso a todos los compañeros de pie para brindar por la alegría del reencuentro. En el acto no pudo faltar el sorteo de regalos, un gesto tan ligado a la entidad.
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