El peor castigo que nos podían imponer era no salir a la calle. Cuando traíamos una mala nota del colegio la sentencia que más daño nos hacía era que nos cerraran esa puerta que nos llevaba hacia el reino de la libertad absoluta. Ni los azotes de nuestras madres, ni los tirones de patillas de nuestros padres, ni los palmetazos que nos pudiera dar el profesor, nos hacían tanto daño como aquella fatídica frase de “hoy no quiero calle”.
Me podían dejar sin almuerzo, me podían clausurar mi juguete preferido, me podían impedir que viera la televisión, pero que me dejaran sin salir a la calle era como si una pena carcelaria cayera sobre mi cabeza para amargarme la vida. Yo, como otros muchos niños de antes, nos habíamos formado en esa universidad sin límites que era la calle. Soportábamos en nuestra conciencia la carga moral de la educación y la disciplina que nos imponían en nuestra familia y en el colegio, donde estábamos obligados a ser niños ejemplares, pero teníamos la capacidad camaleónica de transformarnos cuando pisábamos el tranco y atravesábamos el umbral de la puerta.
Teníamos doble vida y casi todos aprendimos a interpretar un papel según las circunstancias. Había que ser obediente y disciplinado en la casa y seguir las normas a rajatabla para ganarse después el derecho de poder salir a jugar fuera y gozar de ese intenso placer que era sentirse libre sin la vigilancia materna y sin ningún maestro que te estuviera examinando permanentemente.
En las casas nos enseñaban buenos modales y en la calle se nos iban cayendo del bolsillo. Uno podía ser bueno por naturaleza y llevar además una buena base educativa, pero por muy virtuoso que fueras, cuando salías a la calle y te unías al grupo estabas obligado a ser un poco golfo para poder sobrevivir. Como teníamos tanta capacidad de absorción de conocimientos, como vivíamos en pleno aprendizaje, nos bastaban unas pocas lecciones de pillería para que el santo se convirtiera en demonio.
La pandilla infantil tenía sus propias leyes, normas no escritas que se establecían de forma espontánea. Por muy traviesos que pudiéramos ser cuando estábamos juntos, todos teníamos asumido que cuando apareciera una madre o un familiar había que poner cara de bueno y volver a ser el niño modélico que habíamos dejado guardado en el cajón de la mesita de noche. Cuando uno del grupo avisaba al resto de que venía tu padre o se acercaba tu madre, inmediatamente se decretaba el estado de revista y cualquier travesura que tuviéramos entre manos se esfumaba por arte de magia.
Teníamos doble vida y no podíamos dejar que en nuestras casas descubrieran esa otra personalidad que transitaba por la frágil frontera de lo prohibido. No éramos malos, sólo inquietos y con una clara tendencia a salirnos del guión establecido. Disfrutábamos haciendo aquello que no estaba permitido. Si nos decían “no quiero que te juntes con ese, que me han dicho que fuma”, pues más nos gustaba a nosotros acercarnos a él, y mejor y con más intensidad saboreábamos esas primeras caladas clandestinas que nos dejaban un rastro golfo en las manos y en el paladar.
A los niños de mi barrio nos gustaba mucho adentrarnos en ese territorio que representaba el barrio del Reducto y las cuestas de la Chanca. Era como salirse por completo de las normas y entrar en un escenario donde la vida se mostraba en carne vida, ofreciendo un gran espectáculo. Allí los niños jugaban en la calle a todas horas como si no existieran las casas ni las normas familiares, como si la vida se acabara de estrenar.
Recuerdo aquella emoción incomparable que sentíamos cuando descubríamos a una mujer dándole el pecho a su hijo. Casi siempre se trataba de una adolescente, de muchachas jóvenes que sin de dejar aún de ser niñas ya hacían de madres sentadas al sol en el tranco de la calle. Nosotros las mirábamos como si estuviéramos asistiendo a un milagro y ellas no nos regalaban ni un solo gesto, como si no hubiera nadie delante.
Teníamos doble vida y la necesidad de aprender fuera lo que no nos enseñaban ni en la escuela ni en nuestra casa. Un día descubríamos la belleza de un pecho de mujer en la puerta de una casa y otro nos colábamos de puntillas en el portal más profundo del barrio con el deseo de un beso a escondidas. De todas las emociones de la infancia, ninguna te deja tanta huella como la de ese primer beso.
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