Algo tan corriente como hacerse un análisis de sangre era un acontecimiento casi desconocido hace apenas cincuenta años. Cuando los niños de entonces caíamos enfermos, era raro que el médico te mandara un análisis de sangre. Antes recurría a las medicinas y solo en los casos que parecían graves te recetaba la extracción.
El primer análisis de sangre se vivía como un suceso. Había que avisar el día anterior en el colegio de que faltaríamos a clase y en la noche previa uno se echaba en la cama con los nervios metidos en el estómago. Hacerse un análisis de sangre te alejaba de la rutina diaria y en cierto modo nos desordenaba nuestro reloj interior. Ese día nos levantábamos muy temprano, nos vestían como si fuera un domingo y acompañados de nuestras madres cogíamos el camino de la clínica. A esas horas, la ciudad parecía distinta y nos costaba trabajo reconocer las calles por las que tantas veces pasábamos a lo largo de la semana.
Con el miedo metido en el cuerpo y con el estómago vacío cruzábamos la Rambla hasta llegar al ‘18 de Julio’. Al pasar junto al kiosco, el perfume a churros nos hacía más dolorosa la travesía. Nos habían dicho que no podíamos ingerir ningún alimento, ni un inofensivo vaso de agua, por lo que una porra de churros y un vaso de leche eran un sueño imposible.
Recuerdo la sensación de temor que sentí aquella primera vez que entré en la sala de extracciones. El fuerte olor a alcohol, las batas blancas y la presencia de las muestras de sangre de otros pacientes encima de la mesa, me dejaron sin aliento.
Pero había que aparentar valentía, como cuando en el colegio nos daban los palmetazos y nos aguantábamos el dolor y las lágrimas. Uno no podía echarse a llorar ni temblar delante de aquellas enfermeras que te cogían el brazo, te buscaban la vena con la soltura del que está pelando una patata y te decían aquella frase tan tranquilizadora de “no duele, solo vas a notar un pinchazo”. Lo que no sabían las enfermeras es que llevábamos un día entero sintiendo ese maldito pinchazo que desde la noche anterior nos había quitado el sueño.
Aquel primer análisis de sangre tenía la recompensa del desayuno abundante en el kiosco del ‘18 de Julio’ y un componente épico que te hacía sentirte como un héroe. Cuando por la tarde regresabas al colegio, ibas contándole la hazaña a todos los compañeros, como si hubieras salido ileso de una batalla y para darle más mérito al episodio, les jurabas que allí, en la misma sala de extracción, habías visto a una persona adulta caerse de cabeza al suelo al ver la sangre.
Algo tan corriente como hacerse un análisis de sangre llegó a ser un acontecimiento tan extraordinario que a comienzos del siglo veinte había que desplazarse hasta Granada para encontrar un laboratorio. Fue en 1912 cuando el prestigioso médico del Hospital Provincial, Eduardo Pérez Cano, puso de moda en Almería los análisis de sangre, de esputos y de orina. Como especialista en enfermedades venéreas, las muestras sanguíneas le permitían realizar un diagnóstico certero y avanzar en la investigación para combatir los temidos contagios.
Eduardo Pérez Cano había asistido como médico invitado a las primeras pruebas contra la sífilis que se habían realizado en el Hospital de San Juan de Dios de Madrid, en las que se había ensayado un nuevo medicamento, obteniendo resultados muy beneficiosos. Con lo aprendido en la capital de España, el doctor Eduardo Pérez se presentó en Almería para dar a conocer las buenas noticias que llegaban en la lucha contra la sífilis.
Durante décadas, fue el único médico especializado en análisis de sangre en Almería, hasta que en los años treinta los doctores Sicilia abrieron una moderna clínica en el Paseo. En octubre de 1933, Antonio Martínez Sicilia y Juan José Sicilia, inauguraron su policlínica de medicina general, cirugía y laboratorio, junto al célebre practicante Enrique Terriza de Coca, encargado de las extracciones.
Un análisis de sangre en aquel tiempo era una prueba de lujo que solo estaba al alcance de las clases más acomodadas, ya que costaba sesenta pesetas, diez más que un análisis completo de orina. Para hacerla más popular, establecieron una tarifa especial para los pobres, a los que solo les cobraban la mitad, aunque tenían que acreditar su falta de recursos.
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