La Navidad de 1914 fue de frío y hambre, de paro y emigración, de comercios vacíos y de un puerto solitario donde solo entraban barcos de subsistencia. Aquel mes de diciembre, con Europa en guerra, la Junta de Auxilio de Obreros, que se había formado para paliar la miseria entre las clases más desfavorecidas, apenas tenía recursos para responder a tanta petición de ayuda de familias enteras que no tenían nada que echarse a la boca.
En las últimas semanas del año la economía almeriense empezaba a sufrir con dureza las consecuencias de la Primera Guerra Mundial. Muerta la exportación de minerales, mal vendida la uva y la naranja, sólo quedaba el esparto que iba hacia los puertos de Italia.
El paro llevaba de la mano el hambre y la emigración desesperada. El Comandante General de Melilla dirigió al Gobernador Civil de Almería un telegrama que decía: “Diariamente llegan gran número de obreros creyendo encontrar aquí fácil trabajo, cuando lo que hacen es aumentar el número de los que se hayan sin colocación. Ruego que tome medidas oportunas”.
Cada día aumentaba el número de parados en la ciudad. La Junta de Damas repartía ayudas para los obreros sin trabajo, que acudían a las iglesias en busca de víveres y ropa. La sociedad El Casino acordó costear diariamente cincuenta comidas completas a los pobres en la Tienda Asilo, mientras que el alcalde, Ramón Durbán Orozco, convocó en el ayuntamiento a las personas pudientes para adoptar medidas.
En la reunión, que estuvo presidida por el Obispo, Vicente Casanova y Marzol, se acordó la creación de una junta general de socorros formada por los miembros de la Iglesia, los presidentes de Diputación, Cámara de Comercio, Cámara Agrícola, Círculo Mercantil, Liga de Contribuyentes, Casino de Almería, los directores de los bancos y de los cuatro periódicos diarios que salían en la ciudad, además del alcalde.
Para controlar la evolución de la crisis barrio por barrio, se designó en cada uno de los ocho distritos en que se dividía la ciudad, un Comité formado por el teniente de alcalde, un cura, un concejal, un industrial, un propietario, un obrero y el médico titular del distrito.
En la reunión de las fuerzas vivas de la ciudad se abrió una suscripción mensual y el Obispo habló de los desastres que estaba causando la guerra europea e invocó que todos pidieran a la Patrona, la Virgen del Mar, para que llegara la paz.
La ciudad respiraba una atmósfera de tristeza como no se había visto antes desde los días del cólera. En el puerto apenas había actividad y los comercios y cafés del centro estaban vacíos. Una plaga de pobres tomó las calles, las plazas y las puertas de las iglesias, donde se agolpaban a las horas de la misa diaria para suplicar una limosna. “No se puede andar por las calles, los pobres llaman a todas las puertas y ocupan todas las vías públicas en las que se van escalonando haciendo difícil el tránsito”, contaba en un artículo el periódico La Crónica Meridional.
Muchos de estos miserables eran niños, por lo que la Junta de Socorros acordó ampliar el asilo de San Ricardo con unas amplias naves que se habilitaron entre la Rambla y la actual calle de Javier Sanz.
El 17 de febrero los pobres se declararon en huelga en protesta por el recorte municipal en el auxilio que le daban a diario. Todas las mañanas acudían a la puerta del ayuntamiento a recibir el socorro para sobrevivir, pero en vista de que el número de necesitados aumentaba de forma alarmente, la alcaldía decidió repartir bonos de cinco céntimos en vez de los habituales de diez. En protesta, un pelotón de mendigos marchó en procesión por las calles de Almería para darle las quejas al Gobernador. Era tanta la muchedumbre amotinada, que a su paso las tiendas iban cerrando por miedo a posibles saqueos.
Por temor a que se produjeran altercados estuvieron a punto de suspenderse las fiestas de Carnaval, que finalmente se autorizaron para aliviar las penas de la gente. El Gobernador civil sacó un bando prohibiendo disfraces o comparsas alusivas a las naciones beligerantes. A pesar de las recomendaciones de la autoridad, algunas comparsas incluyeron en sus cuplés letras sobre los paises en guerra.
Para aumentar un poco más la sensación de desolación de aquellas semanas de febrero, un temporal de viento vino a castigar a la capital y los pueblos de la provincia durante seis días interminables. El vendaval rompió los postes de la luz, dejando sin iluminación barrios enteros, que quedaban completamente a oscuras cuando llegaba la noche.
En la Vega, despensa de tantos hogares, el temporal hizo grandes estragos, destrozando las plantas de patatas que eran el pan de los agricultores.
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Eduardo de Vicente