La Navidad era un estado de ánimo que te iba tocando las teclas del alma desde esa tarde de domingo en la que caminando por el Paseo descubrías los primeros juguetes de los escaparates. La Navidad era una sensación de vértigo que subía y bajaba desde el estómago al corazón cuando después de la fiesta de la Purísima la acera de ‘Obispo Orberá’ se cubría de zambombas.
Nos ponían el abrigo de todos los inviernos, aquel abrigo que había ido pasando de hermano a hermano como si fuera una herencia, y de la mano de nuestras madres hacíamos el recorrido oficial de los comercios que entonces empezaba en la calle de las Tiendas y terminaba en el Paseo. La primera parada era frente al escaparate de la Armería Ibáñez, donde siempre había algún tesoro expuesto. Allí nos compraron las primeras cartas de juegos infantiles que tanto éxito tuvieron a finales de los años sesenta: Peter Pan, las Familias de los Siete Países’, ‘Walt Disney’, y allí nos regalaron la camiseta de fútbol, con el escudo y el dorsal que había que coser aparte.
A continuación nos parábamos frente a la tienda de Pablo Segura, donde nos encontrábamos con los juguetes que estaban de moda aquella temporada, conviviendo con los artículos de mercería. Al llegar a la Puerta de Purchena volvíamos a hacer un alto, esta vez en el gran bazar de Eduardo Segura, donde la mirada se nos quedaba colgada de su espléndido techo donde colgaban las bicicletas y los balones de fútbol como si fueran tripas de butifarra.
A finales de los años sesenta, el Paseo conservaba dos grandes tiendas que en diciembre se llenaban de juguetes: ‘El Águila’ y ‘La Giralda’. Recordando aquellas tardes de paseos siempre tuve la sensación de que se disfrutaba tanto o más mirando los juguetes inalcanzables de los escaparates como teniéndolos después. En aquel recorrido navideño era habitual terminar en la calle de Castelar, en la tienda de Alfonso, que a diferencia de los otros comercios de juguetes estaba presente en nuestras vidas a lo largo de los doce meses del año, como si fuera la tienda de guardia de nuestros deseos infantiles.
La Navidad empezaba la mañana en la que las vendedoras de zambombas nos traían el frío y la humedad de todos los inviernos . Llegaban a la calle Obispo Orberá temprano, con sus abrigos y sus bufandas en el cuello, y como mercaderes antiguos, echaban los bártulos en el suelo y de allí no se movían hasta que pasaba la Nochebuena. En los días de Navidad, aquella avenida que iba a desembocar en los puestos callejeros del Mercado Central era un río de gente.
La Navidad empezaba todos los días a lo largo del mes de diciembre, desde que íbamos a ver el primer escaparate cargado de juguetes, desde que nos encontrábamos con las mujeres de las zambombas, hasta esa tarde en la que por los altavoces del Paseo sonaban los villancios de toda la vida. Nunca llegué a entender por qué motivo dejaron de emitir aquellos cánticos inocentes que te traían los recuerdos de todas las navidades de tu vida. La mayoría tenían letras infantiles sin cargas religiosas, que no podían molestar a nadie.
La Navidad nos trastocaba las emociones cuando en el colegio nos llevaban a ver el Belén que habían hecho los mayores y cuando cantábamos a coro los primeros villancicos y nos mandaban a nuestras casas con quince días de permiso. El día que nos daban las vacaciones navideñas era de los más felices del año porque teníamos la sensación de que las fiestas iban a durar toda la vida. Era una mañana de nervios, sin lecciones ni tareas, en la que el alboroto y una atmósfera de alegría compartida se apoderada de la clase con el permiso del profesor.
Cuando llegábamos a nuestras casas dejábamos la cartera en cualquier sitio, como si ya nunca volviéramos a necesitarla, y echábamos a correr hacia la calle con esa sensación de felicidad que te otorga el tener toda una vida por delante. Eso creíamos entonces, que las vacaciones eran eternas, hasta que llegaba la tarde del seis de enero y con los juguetes en la mesa regresábamos a la cruda realidad de la cartera y del colegio.
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Eduardo de Vicente