Los peligros nuestros de cada día

En la vida de antes el umbral del peligro estaba mucho más alto que ahora

Escalar la pared de la torre de la Catedral formaba parte de las actividades de ocio cuando la figura del valiente rozaba el estatus de héroe local.
Escalar la pared de la torre de la Catedral formaba parte de las actividades de ocio cuando la figura del valiente rozaba el estatus de héroe local.
Eduardo de Vicente
23:39 • 17 dic. 2019 / actualizado a las 07:00 • 18 dic. 2019

El peligro ya no forma parte del diccionario cotidiano de los niños de ahora que crecen rodeados de un anillo de protección que los mantiene a salvo de cualquier contratiempo. Las normas han acorralado el peligro de tal forma que hasta en los lugares destinados a juegos infantiles, como es el caso de la Plaza de San Pedro, el mobiliario está fabricado con materiales  especiales para que un niño no pueda dañarse ni dándose golpes a conciencia.



Si montan en bicicleta o pasean en patines llevan casco, rodilleras y coderas para evitar cualquier contratiempo y cuando juegan al fútbol tienen campos de hierba artificial donde ya no se dejan la piel de las rodillas ni se revientan la boca contra el suelo de tierra.



Hoy, los niños suelen jugar bajo la vigilancia de las madres, que como centinelas velan por su seguridad a cada instante. Si un niño se cae al suelo, aunque solo sea en un simple resbalón, la madre salta como un resorte de su asiento asustada por la posibilidad de que el niño sienta en sus carnes unos segundos de dolor o se rompa una uña. 



En la vida de antes el umbral del peligro estaba mucho más alto y convivíamos con el peligro de forma natural como un ingrediente más de la calle. Cuando salíamos a jugar gozábamos de la libertad de hacerlo en solitario, sin tener a una madre echándote el aliento encima ni gritando por tí cada vez que te restregabas con el suelo o te dabas un caramonazo, que era una palabra que utilizábamos con frecuencia antiguamente y que hoy ya no se emplea. El caramonazo era chocar contra otro sin que te diera tiempo a colocar las manos en medio ni a esquivarlo, o tragarte una farola o una pared en mitad de una carrera. Los caramonazos solían terminar en chichones, que eran los bultos que nos salían en la frente y en la cabeza después del golpe. Los caramonazos, a veces, llegaban a la sangre y teníamos que salir corriendo con el damnificado camino del Hospital o de la Casa de Socorro para ponerlo en manos del practicante. Cuando llegabas herido el peor diagnóstico que te podían hacer era el de los puntos de sutura, por el dolor que tenías que aguantar cuando te cosían sin anestesia y porque te dejaban una huella que no podías ocultar cuando llegabas a tu casa. Llegar herido era una condena, no por la lesión en sí, sino por la reprimenda que te esperaba. Llegar herido te dejaba sin calle durante un tiempo porque se cumplían los peores augurios que de forma repetida nos recordaban nuestros padres cuando insistían en que tanta calle no nos iba a traer nada bueno. 



Pero el peligro formaba parte de nuestra vida y lo asumíamos con tanta naturalidad que a veces corríamos detrás de él para buscarlo. La presencia del peligro nos empujaba a organizar guerrillas de piedras contra otros barrios, sabiendo que alguno podía salir descalabrado. La emoción del peligro nos invitaba a subirnos por las grúas del puerto, a tirarnos de púa desde el muelle o a llegar nadando hasta la boya. 



Todo lo prohibido nos excitaba en una época en la que las normas no eran tan estrictas como ahora y había más permisividad. Teníamos la sensación de que casi todo estaba permitido: te podías meter con un guardia para que te persiguiera sin que te pasara nada significativo; podías jugar a colarte en un circo sin que la hazaña te llevara a un calabozo; podíamos aventurarnos a coger almendras de un huerto particular sin que tu nombre saliera después en el periódico, con el único riesgo, que entonces no nos parecía demasiado, de que el guarda te metiera en el trasero un cartucho de sal.



El umbral del peligro lo teníamos tan elevado que actividades que hoy serían impensables porque estarían prohibidas de antemano, antes formaban parte de nuestro calendario de juegos y rutinas. Veíamos normal que el ayuntamiento organizara una escalada por la pared principal de la torre del campanario de la Catedral o que por la Feria concediera premios a los que se jugaban el tipo atravesando un poste lleno de grasa en las célebres cucañas en la bahía.



El peligro convivía entre nosotros como una sombra a la que no podíamos renunciar si queríamos tener la libertad de jugar en la calle. De la mano del peligro se encumbraban los valientes, que tenían su espacio reservado en el parnaso de los héroes de barrio.


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