El Gordo de Navidad es el único sueño que se le resiste a Casa Puga en sus últimos cuarenta y siete años de historia. Casi medio siglo soñando con que un niño de San Ildefonso se acuerde del bar y de esa extensa red de clientes que todos los años se pasan por el mostrador para retirar su participación. La suerte le ha sido esquiva al bar, pero no así a los antiguos propietarios, ya que la familia de Leonardo Martín tuvo el privilegio de disfrutar de dos primeros premios, uno en un sorteo ordinario de la lotería nacional y otro en Reyes. En cada uno consiguieron la importante cifra de dieciséis millones de pesetas, que en los años setenta er un suculento botín con el que te podías comprar varios pisos y un buen coche.
La anécdota de la primera vez que le tocó el primer premio fue que el décimo agraciado se le había olvidado a su propietario en un bolsillo de la chaqueta y no se acordó de su existencia hasta que se enteró de que había tocado en Almería y en la administración donde él había comprado el boleto. Leonardo buscó el décimo y cuando comprobó el número se fue corriendo en busca de su mujer y le dijo: “No decías que yo era un cenizo. Aquí tienes dieciséis millones”.
Aunque la suerte en Navidad siga pasando de largo, el bar Puga sigue convirtiéndose en estas fechas en un santuario de la lotería. No hay cliente que pase por su barra que no termine con al menos una participación en su cartera, pensando que alguna vez puede tocar. Las peticiones le llegan desde todos los puntos de España y son muchos los turistas que cuando pasan por el bar aprovechan para llevarse un décimo. Hay quien no puede venir personalmente a por la lotería porque están trabajando fuera y mandan a un amigo o a un familiar.
En la interminable lista de suscritos que a lo largo de la historia han formado parte de la familia del Puga, se podían encontrar nombres de personas que ya habían fallecido, pero que seguían jugando cada 22 de diciembre como lo hacían en vida, por si acaso. Uno de los clientes más fieles que ha tenido el Puga en su larga historia, cuando se encontraba en el lecho de muerte llamó a un notario para que dejara escrito en su testamento el nombre de la persona que tenía que retirar cada Navidad la lotería. Tenía mucha fe en que alguna vez le podía tocar y quiso dejar encargado de la lotería a una persona de su máxima confianza para que fuera como si le tocara a él, aunque ya no estuviera vivo.
Para el sorteo del domingo, el Puga ha repartido más de mil décimos del 48.084 entre los fieles clientes que este año van a formar parte de un ritual que comenzó en el año 1972, cuando el entonces propietario, Leonardo Martín, compró un billete del número 13.813 y decidió repartirlo entre la clientela habitual, que ya en aquellos tiempos empezaba a ser importante y a parecerse a una familia. Para llamar la atención sobre la lotería, pintó un gran cartel a modo de anuncio que colocó en un sitio preferente del bar. Era como una viñeta de un cómic donde se veía a una mujer joven y esbelta ligera de ropa, tan sólo llevaba unas pieles de leopardo encima. que decía: “Si toca el Gordo me mandas para un abrigo de lana, que ya estoy harta de tantas pieles”. Desde entonces, la lotería del Puga ha seguido fiel a su cita. En todo ese tiempo no han repetido jamás el número. Cada Navidad juegan uno distinto con la esperanza de que la suerte cambie de rumbo.
Desde primera hora de la mañana, el sonido de la radio, con las voces de los niños de San Ildefonso, se escucha en la soledad del bar mientras los camareros y el equipo de cocineras, se prepara para abrir el negocio. Si toca, la fiesta puede ser de las que hacen historia. Leo Puga, el anterior propietario, comentaba todos los años antes del sorteo que si alguna vez cogieran un buen premio ese día tendrían que cerrar la calle Jovellanos para poder meter a todos los que celebraban la fiesta.
Otra tradición que formaba parte de la personalidad de Casa Puga en Navidad era la de invitar a todos sus clientes el día 31 de diciembre. Abría sólo medio día, pero en poco más de cuatro horas pasaban por delante de la barra de mármol del local todos sus clientes habituales y otros que aprovechan la ocasión para tomarse unos vinos gratis. La ceremonia se remontaba a los años sesenta, cuando en señal de agradecimiento a sus parroquianos por la buena fama que le daban al bar y por su fidelidad, el dueño decidió terminar cada año con una invitación multitudinaria.
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Eduardo de Vicente