Los niños del barrio salíamos corriendo cuando a primera hora estallaba el primer cohete en el cielo. Corríamos en busca de los soldados para verlos desfilar con ese aire marcial y guerrero que tenían los militares antiguos. Poco nos importaba entonces el estandarte ni aquella historia de la Reconquista de Almería de la que ningún maestro nos había hablado en el colegio. Nos atraían los cohetes y la compañía de soldados que desde el cuartel llegaba desfilando hasta la Plaza de la Catedral marcando el paso con un rigor extremo al compás de las cornetas y los tambores. Después, mientras la fiesta se desarrollaba en el templo, los niños íbamos examinando las armas de aquellos militares sin vocación que se aburrían tanto como nosotros cuando pasaba el clero arropando el estandarte.
La fiesta del Pendón nunca fue una fiesta y a partir de ahí es posible explicar su fracaso permanente, la falta de arraigo de una celebración que nunca ha llegado a sentirse como una tradición almeriense que se fuera transmitiendo de generación en generación. El Pendón, a lo largo de la historia, ha sido más una procesión que una fiesta, pero una procesión sin santo al que rezarle, sin una imagen a la que rendirle cuentas o pedirle un milagro. Quién se iba a arrodillar delante de una bandera.
Al Pendón le ha faltado fervor religioso y sobre todo, vino y migas. Si a alguien se le hubiera ocurrido terminar el acto con una paella gigante en la Plaza Vieja con reparto de habas, vino y cerveza, el ayuntamiento hubiera tenido que repartir números para poner orden.
El Pendón ha sido siempre un hecho aislado, un guiño a la historia en una ciudad con un profundo desapego a su historia. El Pendón ha sido más de autoridades que de pueblo, un desfile desangelado de señores mayores con caras aburridas que transmitían la sensación de estar interpretando un papel. El Pendón crecía por las calles, entre la gente, pero moría cuando entraba en la iglesia y se pasaba una hora escuchando aquellos sermones interminables del orador de turno que aprovechaba la novedad del templo lleno de autoridades para darse un festín con la palabra.
Si se repasa la historia de cómo era esta ceremonia en el siglo diecinueve, nos encontramos con que lo único importane del día del Pendón era el sermón que desde el púlpito daba una voz autorizada. A veces se llegó a ‘contratar’ a algún doctor de reconocido prestigio nacional para darle mayor realce al acto.
Uno de los sacerdotes más célebres de Almería, el recordado don Juan López Martín, dio el salto a la fama a raíz del sermón que pronunció el 26 de diciembre de 1964. Don Juan era ya toda una institución, a pesar de su juventud, y gozaba de un reconocimiento importante en la ciudad por haber ocupado el puesto durante años de director espiritual del colegio Diocesano, donde también impartió la asignatura de Griego, del Instituto de Enseñanza Media de Almería, y por haber sido vice-rector del Seminario donde había destacado como profesor de Teología Fundamental. Pero fue ese sermón ante las autoridades el que lo consagró como orador e historiador moderno.
Pero ni los discursos brillantes de los curas evitaron el declive imparable de la fiesta. Tal vez, a la celebración de la Reconquista le hubiera hecho falta una revolución como la que sacó del olvido a la Semana Santa de Almería cuarenta años atrás. Una revolución de jóvenes que apostaron por quitarle carga religiosa a la semana de pasión para convertirla en una fiesta más popular, más de calle y sensaciones, con esa carga de exhibicionismo que invitó a la juventud a meterse debajo de un trono de madera y a tirar del carro.
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Eduardo de Vicente