La caridad era como una rama de la asignatura de Religión, que de vez en cuando se colaba dentro de las aulas entre la clase de Matemáticas y la de Lenguaje. Aquellas enseñanzas consistían en que los niños de clase media, que entonces éramos mayoría, tomáramos conciencia de que existían otros niños que no tenían tanta suerte como nosotros. Niños que no podían ir a la escuela, que apenas tenían para comer una vez al día, que no podían disponer de agua potable en los grifos ni conocían el adelanto de las medicinas.
Una mañana aparecían por el colegio los enviados de la caridad para sacarnos de la monotonía de las lecciones y mostrarnos aquella realidad del hambre que nos parecía tan lejana. Colocaban una pantalla portátil de tela delante de la pizarra, conectaban el proyector de diapositivas y apagaban las luces. Aquella experiencia en un día cualquier de colegio era para nosotros una fiesta porque nos alejaba de las obligaciones cotidianas dentro del aula y porque la ceremonia del aparato y las luces nos recordaba las tardes de cine de los domingos de invierno.
Solía ocurrir con cierta frecuencia que cuando aquellos señores y aquellas señoras que venían con el germen de la caridad entre las manos empezaban a montar el tinglado, casi siempre fallaba algo y había que echar mano de algún profesor que tuviera fama de manitas para que el proyector arrancara y pudiera comenzar la función. A todos se nos encogía el corazón viendo las imágenes de los niños pobres de África y a la mañana siguiente, cuando nos daban una hucha y salíamos a pedir por las calles, lo hacíamos con el dios de la generosidad metido en el pecho, pensando que con nuestro esfuerzo callejero y con unas cuantas monedas íbamos a terminar con tanta injusticia.
Salir a pedir dinero era como un juego y cada niño se esforzaba por regresar con la hucha llena y recibir las felicitaciones del maestro. Nos habían contado también que Almería estaba a la cola en cuestiones de altruismo colectivo y que no tenía buena prensa a nivel nacional porque sus recaudaciones solían ser muy pobres.
La historia nos contaba que en el año 1945 se tachó a nuestra provincia de ser poco generosa, como si los almerienses no tuvieran bastante con sobrevivir esquivando el chaparrón del hambre como para tener que mandarle dinero a los países pobres. Para intentar llegar con más fuerza a los corazones de las familias pudientes, en 1949, vísperas del Año Santo, la Iglesia puso en marcha una gran maniobra propagandística con el nombre ‘Domund del Año Santo’. Aquí se le llamó la campaña del sobre porque en las puertas de las iglesias, en los trabajos, en los comercios, se llevó a rajatabla el eslogan ‘un sobre para cada católico’ con el fin de conseguir una recaudación digna. En los colegios, los maestros y los religiosos se pusieron a trabajar para organizar el gran desfile misional. En cada escuela se construyó una carroza, casi todas haciendo alusión a la labor desinteresada de los misioneros. El Hogar Virgen del Pilar, la Compañía de María, el Milagro, el Instituto, el Estella Maris, el Seminario, todos participaron en aquella gran procesión-desfile que recorrió el centro de la ciudad desde el templo de la Virgen del Mar hasta la Catedral, la tarde del domingo 23 de octubre de 1949.
Fue muy celebrada la carroza de la Compañía de María, titulada ‘Grupo de africanos con misioneros’, en la que participaron más de cincuenta alumnas.
Las monjas estuvieron más de un mes trabajando la carroza, destacando la labor de la hermana Francisca, muy conocida en Almería porque se decía que había sido novia del torero de la tierra Nacional, y que por un desengaño se había metido a monja. Aquel año se dobló la recaudación en el día del Domund y el obispo, Alfonso Ródenas García, agradeció a los almerienses su generosidad cristiana, satisfecho por la aportación del pueblo y por las cincuenta mil pesetas que unos días antes había recibido de la Jefatura del Movimiento para las obras del nuevo Seminario.
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Eduardo de Vicente