Tan emocionante como la noche de reyes era la tarde en la que al salir del colegio y después de hacer los deberes, metíamos los pies en la mesa de camilla y nos poníamos a escribir la carta a los Reyes Magos. Solía ocurrir a mediados de diciembre, con tiempo suficiente para que nuestras peticiones llegaran a ese palacio del lejano Oriente donde miles de pajes trabajaban sin descanso para satisfacer los deseos de todos los niños que habían sido buenos ese año.
Era fundamental, a la hora de pedir, dejar muy claro a lo largo de cada renglón de la carta que nuestra bondad era incuestionable y que cumpliendo a rajatabla con las exigencias de sus majestades, en el año que estaba a punto de expirar habíamos sido obedientes con nuestros padres, generosos con los amigos, respetuosos con los mayores y aplicados en el colegio.
Todas estas obligaciones se cumplían en aquellas primeras cartas que escribíamos con cinco o seis años, pero no ocurría lo mismo cuando con ocho o nueve años nos veíamos obligados a meterle alguna trola a los Reyes para no poner en riesgo los regalos.
Después de la Primera Comunión solía ocurrir que muchos niños tomábamos conciencia del pecado y descubríamos que muchas veces a lo largo del año vivíamos al límite entre el bien y el mal y que todo lo que estaba prohibido, desde decir mentiras, hasta pelearnos en la calle o tener pensamientos impuros, también formaba parte de nuestro currículum callejero por muy santos que pareciéramos después. Quién no cogía un caramelo que no era suyo o le quitaba una goma de borrar a un compañero de clase en un descuido. Quién no había roto una bombilla de una pedrada o de un pelotazo o se había metido en un portal con la vecina para jugar a los médicos. Quien no le había abierto el bolso a su madre para cogerle prestada una peseta para invertirla en una inocente bolsa de pipas o en un chicle, o quien no había intentado copiarse en un momento de dudas durante un examen.
La tarde en la que nos poníamos a escribir la carta a los de Oriente estábamos obligados a mentir para que los Reyes, que debían de ser muy ingénuos, se tragaran que de verdad éramos niños ejemplares y merecíamos toda esa lista de regalos que con trazo firme íbamos anotando en un papel. Estábamos inmersos en una edad difícil, cuando queríamos ser niños y lo éramos, pero niños de calle que recibíamos una información complementaria cada vez que salíamos jugar en pandilla, una información que en muchos casos nos llegaba de aquellos que llamaban ‘las malas compañías’.
Cuando con esa edad entre los ocho y los once años nos sentábamos con absoluta formalidad a escribirle a los Reyes lo hacíamos con esa doble personalidad que llevábamos incorporada: la del niño bueno que seguía siendo un ejemplo en su casa, y la del niño travieso que aprendía lo que no debía cada vez que salía a la calle.
“Queridos Reyes Magos: Este año he sido bueno...”, les contábamos en los primeros renglones, sabiendo que no era del todo cierto, pero conscientes también de que nadie nos iba a delatar y que los queridos Reyes eran tan bondadosos como inocentes.
La carta a los Reyes Magos nos servía de terapia y nos mejoraba de verdad. A partir de esa tarde en la que le dábamos al paje nuestras peticiones, nos hacíamos un poco mejores, con una bondad llena de conveniencia para que nada se torciera y que no se cumplieran aquellos malos augurios que tanto repetían nuestras madres cuando nos recordaban que los de Oriente nos iban a traer un saco de carbón.
Ese brote de bondad postiza nos duraba varias semanas, a lo largo de toda la Navidad. Qué buenos éramos en la noche de reyes, cuando emocionados aguardábamos el gran momento. Nos acostábamos muy temprano para que los magos no nos pillaran levantados y nos comíamos toda la cena sin rechistar, obecediendo a pies juntillas todas las recomendaciones de los mayores.
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