Cuando viajábamos en el ‘Automotor’ camino de Granada, nos parecía que en Doña María empezaba de verdad el viaje, como si en aquella llanura donde siempre hacía frío perdiéramos el rastro del lugar de donde veníamos.
En nuestro pequeño mapa sentimental, Almería terminaba cuando el tren paraba cinco minutos en Doña María y los pasajeros consumían un café sobre el mostrador de la cantina mirando de reojo el reloj. Cinco minutos, el tiempo suficiente para comprender que el aliento del mar que nos acompañaba se había ido evaporando por el camino, que en aquellas estepas desnudas un viento desconocido de sierra nos anunciaba otro clima, otro horizonte. Cuando veníamos de regreso, la sensación era completamente distinta. Entonces, Doña María nos parecía una estación mucho más acogedora y una sensación de vuelta a casa nos envolvía nuestro inestable ánimo de viajeros sin vocación.
Hoy, el lugar está abandonado y los trenes pasan de largo sin aquellos cinco minutos que le daban la vida a la estación. Quién diría que en otro tiempo, junto a la vía del tren, latía el corazón de Doña María y Ocaña. Cuando en 1905 empezó a funcionar el cable aéreo que traía las vagonetas cargadas de mineral de hierro desde Beires, medio pueblo consiguió trabajo en la estación. Muchos dejaron de ser labradores como sus padres y encontraron una colocación en el ferrocarril. Alrededor de la estación se construyeron viviendas para los empleados del cable, casas humildes que todavía permanecen en pie como una reliquia en estado de ruina.
En los años dorados de Doña María por allí pasaban los trenes que bajaban de las minas del Marquesado camino del Puerto de Almería, los vagones de uva y pescado fresco rumbo a los mercados de Madrid. Todos los días aparecían por la estación las verduleras que venían de Nacimiento, Alhabia, Alboloduy, con las bestias cargadas de tomates y patatas. No necesitaban gran cosa para montar un puesto y levantar un mercadillo improvisado.
En aquellos pueblos donde nunca pasaba nada, todo sucedía en la estación, que era como un gran escenario por donde iban desfilando los personajes con sus alegrías, sus tristezas, con sus pequeñas ilusiones a cuestas. En la historia del lugar no se recuerda un día más triste que el once de junio de 1948, cuando el tren que venía de Almería arrolló a cinco obreros que estaban trabajando en la vía. Torcuato Hidalgo, uno de los vecinos del pueblo a los que el ferrocarril le había dado el pan, se dejó la vida en el accidente.
A veces, la estación parecía la calle principal del pueblo si el tren traía algún personaje distinguido. No se recuerda tanta presencia de vecinos como el catorce de julio de 1952, cuando Doña María y Ocaña al completo acudieron a esperar el tren que venía de Granada para recibir a Fray Fermín de Ocaña, un ilustre hijo de la tierra, un fraile de la orden de los Capuchinos que regresaba a su pueblo natal para dar su primera misa.
Tampoco faltaba nadie para celebrar la romería. Por mayo, los vecinos sacaban en procesión una imagen de la Virgen de Fátima que habían comprado los ferroviarios. Todo el pueblo se vestía de domingo para llevar a la Virgen desde la iglesia a la estación, dos kilómetros de oración y fiesta atravesando los senderos del cerro. La romería fue cayendo en el olvido y no volvió a celebrarse desde 1962, hasta que hace unos años la Asociación Cultural Ferroviaria, un grupo de antiguos trabajadores del ferrocarril, consiguió recuperarla.
La estación de Doña María fue escenario también de partidos de fútbol entre los jóvenes del lugar y en 1967 sirvió de escenario natural para rodar algunas secuencias de la película ‘Un tren para Durango’ y ‘Yo soy la revolución’. Una mañana comenzaron a llegar grandes camiones cargados de cámaras, de luces, de trajes, y la estación de Doña María se transformó en un apeadero del Norte de México.
Aquellos días de rodaje debieron ser los últimos en los que los vecinos de Doña María y Ocaña tomaron su estación como si fuera la plaza del pueblo el día de la Patrona. En 1990 la cerraron definitivamente y los trenes comenzaron a pasar de largo, tan deprisa que no daba tiempo ni a ver el cartel con el nombre de los pueblos que estaban atravesando. La estación se fue marchitando como esas estaciones desnudas que veíamos en las películas del oeste, tan tristes, desoladas por el viento y las huellas del abandono.
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