Los ecos de la gran guerra empezaban a apagarse, mientras Almería iba recuperando lentamente la actividad de sus mercados. El año 1920 empezaba con las cuentas de la última campaña uvera sembradas de brotes verdes y con la esperanza de que la actividad minera volviera a recuperar antiguos esplendores empujada por la puesta en marcha del ferrocarril estratégico que estaba llamado a repartir vida por la provincia.
El nuevo año empezó con viento, con un temporal tan fuerte que la ciudad se quedó incomunicada por telégrafo. En la sala destinada al público se colocó un aviso diciendo: “Incomunicados con Madrid y con las demás provincias”. Los despachos acumulados por la avería se tuvieron que enviar en el tren correo los que eran urgentes y los otros quedaron en depósito. Esta medida no sirvió de solución ya que el tren que nos unía a otras provincias era una aventura, tan lento e imprevisible que en aquellas horas de urgencia no llegó a tiempo para enlazar en la estación de Baeza con el correo de Madrid-Sevilla, causando graves perjuicios al comercio.
El viento de los primeros días de enero nos dejó tan aislados que no pudo llegar un solo barco al puerto, dejando esa impresión de soledad absoluta que sentían los almerienses cuando el puerto estaba vacío. El temporal sirvió también de excusa para justificar la escasez de tabaco y de fósforos que ya había empezado a notarse en los últimos meses de 1919.
Había faltado trigo, dejando parados los molinos y las fábricas, pero la carencia de tabaco parecía insoportable y de tanta gravedad para la población que se llegaron a organizar auténticos motines en las puertas de los estancos principales, tal y como recogía en un artículo un periódico local: “Se comprende que haya motines por la falta o la carestía del pan, pero no se explica la desesperación de los hombres porque le falte el tabaco. Es una vergonzosa debilidad del sexo fuerte”, comentaba el cronista. En aquellos días se puso de moda una copla popular que cantaba: “Yo he visto un hombre llorar a la puerta de un estanco/que también lloran de rabia cuando no les dan tabaco”.
En aquel tiempo, la ciudad contaba con treinta expendedurías legalmente reconocidas. Cuando llegaba el ‘día de saca’ y la gente se enteraba de que había género, se formaban grandes colas delante de los establecimientos, obligando a veces a la intervención de la fuerza pública. Se dieron casos de estancos que ante la avalancha de clientes desesperados se vieron obligados a vender las cajetillas por la ventana para prevenir incidentes. El periódico ‘La Independencia’ relataba así esta fiebre por el tabaco en aquellos días de escasez: “Ayer fue día de saca y las puertas de los estancos ofrecieron el mismo cuadro de siempre con centenares de hombres, mujeres y niños empujándose violentamente por lograr a fuerza de puños la codiciada cajetilla”.
Contaba también la prensa que en algunos estancos la cola era tan numerosa que antes de que llegara a la mitad ya se habían agotado las existencias de tabaco, lo que provocaba graves altercados. En uno de los estancos más concurridos, el de la Puerta de Purchena, el propietario, Luis Muñoz, estuvo a punto de ser asaltado por los impacientes fumadores antes de que llegara la fuerza pública.
En medio de aquella calentura general por la escasez de tabaco, llegó una buena noticia para comenzar el año con esperanzas de progreso. El 10 de enero de 1920, con el telégrafo ya en funcionamiento después de la avería por el temporal, se anunció a todos los almerienses que Obras Públicas había adjudicado la subasta del ferrocarril estratégico que estaba llamado a ser la panacea para unir a los pueblos y para permitir el transporte de las riquezas que contenían nuestras sierras.
El telégrafo informó aquel día de que los tres primeros tramos de la ansiada línea habían sido adjudicados al ingeniero Francisco José Cervantes. La noticia disparó los cohetes por el cielo y las sociedades obreras salieron en manifestación festiva por las calles del centro; la comitiva iba encabezada por la banda del Hospicio, que estaba en todos los fregados.
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Eduardo de Vicente