El paso del tiempo ha ido cambiando el barrio de las Almadrabillas con tanta fuerza que como señas de identidad de su historia ya solo le queda el viejo puente del mineral que llega hasta el mar. Hasta la playa que había sobrevivido tantos cambios de época, desapareció del mapa con la construcción del actual Club de Mar.
Hasta los años setenta, el barrio de las Almadrabillas fue un lugar heterodoxo que parecía estar al margen de las normas y de los planes urbanísticos. Lo conocimos cuando conservaba su alma de rincón playero, mezclado con ese modesto acento industrial que le proporcionaba la presencia de los talleres de Oliveros y de los negocios que desde la empresa del garaje de Trino ocupaban la acera sur de la entonces Avenida de Vivar Téllez, hoy Cabo de Gata. La conocimos con la casa del ferrocarril donde guardaban la máquina del tren, tan pegada a la playa que formaba parte de ella como si fuera una caseta de bañistas. La conocimos con el Club Náutico organizando bailes y comidas; con aquel puente estrecho de piedra por donde pasaba la vía del tren hacia el puerto y con el solar donde desembocaba la Rambla que formaba una playa llena de escombros y de malos olores.
Vivimos el esplendor de la playa en los meses de verano, cuando era nuestra playa casera, a la que nos fugábamos los niños dando un salto y conocimos bien sus soledades de invierno, cuando era el sitio perfecto para escaparse de la mirada del resto de la ciudad. Cuánto nos gustaba a los niños perdernos entre las rocas del espigón de levante y la playa del mineral para compartir a escondidas los besos de las parejas de novios.
El barrio de aquellos años poco se parecía al viejo arrabal de pescadores que conservó su fuerza hasta que la construcción del Cable Inglés y la invasión del polvo del mineral lo hicieron irrespirable. En los tiempos en los que fue barrio de verdad, con calles, casas y vecinos, las Almadrabillas llegó a tener hasta su propia ermita marinera donde s veneraba al patrón. Era una capilla marinera, apenas una habitación, donde las mujeres iban a rezar cuando sus hombres salían a faenar y el tiempo amenazaba tormenta. Una vez al año, se blanqueaba la fachada de la ermita se asesaban las viviendas y se adecentaban las calles con arena húmeda para pasear a las imágenes de San Telmo y de María Inmaculada.
Desde que en 1907 llegó a la diócesis de Almería el obispo Vicente Casanova y Marzol, se quedó impresionado con el fervor de aquellas gentes del mar y planteó la necesidad de construir una nueva ermita que sirviera de lugar de encuentro para los vecinos de las Almadrabillas y para los fieles que habitaban los cortijos de la zona de la vega más próxima a la Rambla y al mar.
En enero de 1918, el obispado adquirió unos terrenos en el paraje conocido como la huerta del Espolón, junto a la fábrica de don Francisco Oliveros. El seis de abril de ese mismo año, aprovechando la visita a la ciudad de Monseñor Ragonessi, Nuncio en España del Papa Benedicto XV, tuvo lugar la ceremonia de la bendición y colocación de la primera piedra de la iglesia del barrio de las Almadrabillas y la vega, que fue dedicada a San Antonio.
La piedra, tallada con seis cruces, una en cada cara, quedó depositada en el ángulo norte de la fachada principal, a tres metros de profundidad, un lugar cercano a donde después se instaló la Cafetería Colombia, en la calle Canónigo Molina Alonso. En presencia del arquitecto municipal, don Enrique López Rull, en el hueco de la piedra se colocó el acta de la ceremonia, un ejemplar del diario ‘La Independencia’ y varias monedas de plata y cobre de la época.
“En la ciudad de Almería, a seis de abril de 1918, Monseñor Francisco Ragonessi hizo la solemne bendición y colocación de esta primera piedra sobre la que se construye la iglesia parroquial de San Antonio de las Almadrabillas, siendo obispo de esta diócesis don Vicente Casanova y Marzol, a cuya iniciativa se debe la construcción de este templo”, contaba el acta que quedó sepultado debajo de la tierra.
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Eduardo de Vicente