No es que cayera una gran tromba de aquellas que nos dejaban aislados en una hora y hacía salir el río. La lluvía de enero de 1970 hizo daño por su insistencia, porque fueron varias semanas golpeando, a veces sin hacer ruido y otras calando nuestros muros de secano.
En los barrios de casas bajas hubo que convivir con las goteras como si formaran parte de la vivienda, poniendo cubos y barreños debajo; como la humedad no se retiraba la ropa recién lavada se tendía detro de las habitaciones y para poder secarla del todo se utilizaba el remedio de la plancha caliente con insistencia. Las calles se nos llenaron de grandes charcos y las zapaterías agotaron las existencias de botas de agua.
Aquel temporal dejó un triste balance de más de cuatrocientas viviendas derruidas y dos mil en estado de ruina. Una de las zonas más afectadas fue el Barrio Alto, tan castigado históricamente por las inundaciones. Se derrumbaron sesenta casas y doscientas cincuenta fueron declaradas en ruina. Los efectos del temporal llevaron el caos por todos los puntos de la ciudad. Cuarenta cuevas arruinadas en el paraje de El Puche, treinta y cinco en la Rambla de Amatisteros, cuarenta en la zona del Hoyo de las Tres Marías y el de los Coheteros, doscientas cincuenta casas inservibles en el barrio de Chamberí, sesenta en las cuevas de San Joaquín, quinientas casas afectadas en el cerro de San Cristóbal y más de mil dañadas en el barrio de la Chanca.
El miércoles 14 de enero de 1970, el Gobernador civil Juan Mena de la Cruz y el Alcalde de Almería, Francisco Gómez Angulo, visitaron las zonas afectadas acompañados de las principales autoridades civiles, militares y religiosas. El arquitecto municipal, Javier Peña Peña, tras inspeccionar los lugares más dañados, declaró el Barrio Alto y la Chanca como zonas de calamidad pública, poniendo en marcha de inmediato la obligada evacuación de mil trescientas personas. Ante la gravedad de la situación, desarrollaron sin apenas tiempo un plan de acogida para las familias que se habían quedado en la calle sin un techo donde poder cobijarse. Seguía lloviendo, aunque ya con menos insistencia, y el frío y el hambre empezaban a hacer mella en los niños y en los ancianos. El primer paso fue habilitar una improvisada red de albergues. Doscientos vecinos fueron alojados en las viviendas municipales que se habían construido en el barrio de los Almendros; doscientos ochenta en los pisos de las 500 Viviendas; setenta y ocho en el Hogar Municipal; treinta en el almacén del Padre Javier de La Chanca; catorce en el Club Náutico y ciento cincuenta en el Cuartel de la Misericordia.
Como todavía quedaban más de seiscientos afectados sin techo, hubo que echar mano de edificios que llevaban abandonados varios años. La familia Batlles Rodríguez puso a disposición de las autoridades el chalet de su propiedad frente a la estación, que se había quedado vacío después de haber acogido durante años el preventorio. Como se trataba de una instalación de grandes dimensiones, cerca de quinientas personas fueron acogidas bajo sus muros. Impresionaba ver a todos aquellos niños ocupando la zona del jardín, calentándose con hogueras de leña y esperando la llegada de la comida. Parecían que habían venido huyendo de alguna guerra.
El Obispo don Ángel Suquía dio orden a las parroquias de ayudar con ropas y comida a los damnificados y ofreció los bajos del Palacio Episcopal y el Seminario por si eran necesarios, mientras que los padres Jesuitas cedieron la casa de ejercicios espirituales de San Ignacio, en el paraje del Cortijo Grande.
El ejército puso a disposición del Ayuntamiento setecientas camas para los albergues, además de los servicios de cocina del Campamento de Viator. La Caja de Ahorros cedió tres viviendas que tenía deshabitadas y la constructora de Alemán, treinta casas que estaban vacías.
Además del problema de las casas dañadas, la ciudad se vio afectada de forma generalizada en el servicio eléctrico y en las comunicaciones. La luz se iba con frecuencia y durante dos días la señal de televisión llegó con interrupciones. Algunos tramos de la vía del ferrocarril sufrieron desperfectos y los servicios de viajeros de la Alsina de Málaga y Granada tuvieron que suspenderse por los desperfectos que el temporal dejó a lo largo de la carretera del Cañarete debido a los desprendimientos.
Trescientos litros por metro cuadrado en tres meses dejaron malherida a una ciudad que a comienzos de la década de los setenta seguía conservando todos sus matices de urbe atrasada.
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Eduardo de Vicente