Casi todos hemos escuchado alguna vez las historias de superación de muchachos que empezaban a trabajar de niños como botones y acababan alcanzando puestos importantes en sus empresas. El botones era un aprendiz con uniforme, que un día dejaba la escuela y siendo aún menor de edad se colocaba en un banco, en el Casino o en algún hotel importante.
Cuando en los años sesenta se pusieron en marcha los dos grandes complejos hoteleros modernos, el Meliá de la playa de Aguadulce y el Gran Hotel Almería, muchos adolescentes de entonces soñaban con encontrar un puesto de botones. Mientras que los otros menores que dejaban el colegio para aprender una profesión tenían que buscarse la vida en talleres viendo trabajar a los maestros, oliendo a grasa, a viruta o a gasolina, los niños que entraban como botones en un hotel gozaban del privilegio de un uniforme limpio y de trabajar sin tener que mancharse las manos, a veces compartiendo el ascensor y sirviendo a personajes importantes.
Los botones de aquellos dos grandes hoteles modernos vieron de cerca a actores de primera fila internacional como Brigitte Bardot, Claudia Cardinale, Sean Connery, y a cantantes de la talla de Julio Iglesias cuando empezaba a triunfar encima de los escenarios.
En mi barrio vivía un muchacho, Joaquín ‘el botones’, que siempre nos traía alguna historia para contarnos de las muchas que le sucedían en el hotel. Unas veces nos hablaba de propinas grandiosas de un algún personaje generoso que le ponía un billete de veinte duros en la palma de la mano y otras del autógrafo de un artista de renombre. A nosotros, lo que más nos gustaba, lo que realmente nos emocionaba y nos empujaba a colocarnos delante del botones con la boca abierta, era cuando nos hablaba de algún desnudo femenino con el que se había encontrado de refilón, como un regalo del destino. Aquella vez que lo llamaron desde una suite y al entrar se encontró con una actriz famosa secándose, recién salida de la ducha. Poco nos importaba que la historia fuera real o no porque nuestra fantasía se alimentaba de lo que cada uno de nosotros íbamos imaginando mientras que el botones nos dibuja una escena apasionante. “Júralo por tu madre que es verdad”, le decíamos en mitad de la escena más interesante, y el bueno de Joaquín, por no decepcionarnos, juraba y perjuraba por todos sus familiares presentes y ausentes, que era cierto todo lo que nos estaban narrando. La figura de aquellos intrépidos botones menores de edad fue desapareciendo como también fueron decayendo los actores y las actrices famosas que llegaban a la ciudad.
Otro oficio que estuvo muy relacionado con el cine, y que también ha pasado a la historia, es el de acomodador de sala. Los acomodadores formaron parte de nuestras inolvidables tardes de cine. Iban perfectamente uniformados y eran los encargados de iluminarnos en ese recorrido entre las tinieblas que iba desde la puerta de entrada hasta el asiento. Sentíamos la presencia del acomodador a cada momento, cada vez que escuchábamos al fondo el ruido que hacían la puerta y la cortina de la entrada y cuando en plena oscuridad nos llegaba el foco de la linterna buscando un sitio libre entre la fila.
El acomodador era un oficio con cierta solemnidad, tenía que ser a la vez un guía para los espectadores y un guardian para que dentro de la sala reinara el orden. El acomodador era la pesadilla de los folloneros y a veces la sombra de las parejas de novios que iban en busca de la fila de los mancos y no se enteraban de la película. Hay casos que salieron incluso publicados en la prensa, en los años cuarenta y cincuenta, de acomodadores que sacaban de la sala a los enamorados y les tomaban los nombres y los apellidos para que la autoridad competente les impusiera la correspondiente multa exhibir en público una conducta indecente.
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Eduardo de Vicente