Ahora todo el mundo se apunta a una ‘movida’ de la que aquí en Almería casi nadie se enteró. La ‘movida’, como tal, se inventó a toro pasado para tratar de organizar sentimentalmente el ambiente festivo y cultural que se desarrolló principalmente en Madrid a lo largo de los años ochenta.
La ‘movida’ en Almería fue lo que los jóvenes de entonces denominábamos irnos de ‘marcha’, que se basaba principalmente en los bailes y en las juergas de los fines de semana. Era una ‘marcha’ tímida que rozaba la inocencia, adaptada a aquellos tiempos en los que los adolescentes tenían una hora para regresar a sus casas. Al contrario de lo que ocurre ahora, que la noche de los sábados empieza casi de madrugada, hace cuarenta años la juventud quedaba antes de que se fuera el sol porque los padres les ponían un horario de obligado cumplimiento. “Si quieres llegas tarde ya sabes lo que tienes que hacer: te buscas una casa y te vas a vivir solo”, era una de las frases que se escuchaban a menudo en las discusiones generacionales entre hijos y padres.
La ‘movida’ almeriense en los años de la Transición se desarrollaba en escenarios tan primitivos como los bares de toda la vida, las fiestas organizadas por particulares, los bailes de los institutos, las salas de los futbolines y las pistas de las discotecas de Aguadulce que entonces estaban de moda.
Las pandillas de aquel tiempo solían reunirse en cualquier tranco de cualquier plaza a compartir cigarros y a escuchar música antes de que surgiera la moda del botellón. En aquella época, finales de los años setenta, empezaron a llegar los primeros pubes, que nada tienen que ver con los actuales. Los pubes de entonces eran como una prolongación de los dormitorios juveniles donde iban los adolescentes con los bolsillos medio vacíos a hablar con música de fondo y a ‘darse el lote’ con la pareja.
Todavía estaban vigentes los bailes en las casas y en las cocheras, una tradición que se había heredado de la juventud de los años sesenta. La diferencia entre una época y otra es que en los bailes caseros de finales de los setenta ya no se veían ni madres, ni padres, ni abuelas ni hermanos pequeños, dispuestos a velar porque todo transcurriera por los límites morales establecidos y que nadie se pasara de la raya, ni bebiendo, ni besando, ni tocando.
Fue la época de esplendor de las fiestas que se organizaban en los institutos los fines de semana con el pretexto de conseguir dinero para los viajes de estudios. Fueron muy célebres las fiestas en el patio del ‘Celia Viñas’, donde coincidían pandillas procedentes de todos los institutos de la ciudad: venían del mixto de Los Molinos, del masculino de toda la vida del Tagarete, y del ‘Liang Shan Po’ que estaba en el Cortijo de Fischer.
Aquellas fiestas de estudiantes empezaban a las siete de la tarde y a las once de la noche ya estaba todo recogido. Allí se bailaba, se ligaba y se bebía con moderación porque los estudiantes solían manejar poco dinero y llevaban lo justo para sacar la entrada y tomarse un par de botellines de cerveza.
Cuando terminaban los bailes en los institutos empezaba la ‘marcha’ en las discotecas. Eran los años de Aguadulce y su carretera como escenarios de moda. El juerguista de discoteca solía tener un perfil distinto al juerguista casero que se movía en las fiestas de los institutos. La discoteca era para mayores de edad y tenía un público de gente con trabajo, con coche y con cierto poder adquisitivo. Los estudiantes íbamos muy de vez en cuando a la discoteca y cuando lo hacíamos teníamos que estar ahorrando dinero varias semanas.
Nuestra tímida movida de aquellos años de la Transición se cocinaba también en los bancos del Parque y de las plazas y en las salas de los futbolines, auténticos templos del golferío callejero. Los desocupados, aquellos que se fumaban las clases del instituto, aquellos que dejaban los estudios para dedicarse a nada, aquellos que se encontraban completamente desubicados y caminaban con el paso cambiado, encontraron en los futbolines el lugar perfecto para alejarse del mundo de los adultos y de sus obligaciones.
Dentro de ese universo que manejaba la juventud de la Transición también estaban los bares, los bares de barrio, más familiares, y los bares del centro, con su toque cosmopolita. Fueron muy famosas las tertulias del bar Pasaje, donde se tejían las pequeñas revoluciones de andar por casa al calor de unas cañas de cerveza.
De vez en cuando, alguno de aquellos adolescentes emprendía la aventura de hacer un viaje cuando nadie viajaba; cuando regresaba a Almería venía con nuevos vientos, con otra forma de ver la vida. Recuerdo el caso particular de Luis Pozo, un joven de la calle Pedro Jover, que allá por el año 1979 se enamoró de una muchacha del País Vasco y se fue con ella un tiempo. Cuando regresó venía cambiado: otras ropas, otras gafas, otras expresiones, otra música, otra mirada que nos fue contagiando al resto.
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Eduardo de Vicente