No era fácil conseguir el estatus de novio hace cincuenta años. Había que superar obstáculos, salvar barreras y así ir andando el camino hasta que un día te ganabas el derecho de cogerla de la mano en público.
Los tiempos estaban empezando a cambiar, pero la tradición del novio formal estaba presente en casi todas las familias que tenían hijas y con esa costumbre todo un ritual que se repetía de barrio en barrio, de casa en casa, de comedor en comedor. El novio era el que tenía que dar siempre el primer paso, aunque corriera el riesgo de ponerse pesado. Solía ocurrir entonces que la muchacha se mostraba reticente, como dándose más importancia para ponérselo un poco más difícil en esa delicada batalla de la conquista amorosa. Salían en pandilla, se acercaban, se rozaban, él le pedía “salir”, ella aceptaba y cuando parecía que la situación empezaba a estar clara, que el trabajo estaba hecho, llegaba el momento más duro, el día en que la relación no podía seguir adelante si el novio no la formalizaba con la visita reglamentaria a la temida casa de la novia.
José Sánchez y Antonia Asensio vivieron aquella situación hace ahora cincuenta años. Fueron novios en los tiempos del cambio, en aquellos primeros años setenta cuando las viejas costumbres empezaban a ser azotadas por los nuevos vientos que cargados de libertad aireaban las conciencias de jóvenes y viejos.
Empezaron a salir el día de los enamorados de 1970. Habían cubierto la primera etapa de la pandilla, de la prima pegajosa que hacía de carabina, y aquel 14 de febrero emprendieron la aventura en solitario. Ella iba tan formal a la casa de una tía que acababa de dar a luz, pero en el camino se encontró con su pretendiente, que tan formal le propuso que se fuera con él al cine. Desde aquella tarde fueron novios. Empezaron a salir en solitario, empezaron a perderse por las profundidades del puerto y por las tinieblas del Parque, hasta que todo el mundo supo su historia y se vieron obligados a formalizarla de verdad, dando ese paso de trapecista, el salto del todo o nada que llegaba el día en el que el novio tenía que entrar en la casa de la novia, o al menos intentarlo.
El día elegido fue un día de nervios para la pareja. Ella avisó en su casa que el muchacho iba a presentarse esa tarde, y él lo hizo con su ropa de gala, repeinado con brillantina, oliendo a Varón Dandy y con los zapatos relucientes después de darle varias manos de kanfort. El encuentro entre el padre de la novia y el aspirante a novio fue en el portal, como marcaba el protocolo. El novio, con la voz entrecortada, tenía una sensación parecida a aquella mañana en la que por primera vez se puso delante de un sacerdote a contarle sus pecados. Con cara de santo y dos coloretes en las mejillas, el novio le dijo a su futuro suegro que tenía la noble intención de salir con su niña, si le daban el permiso. El padre de la novia tampoco estaba para grandes discursos ni para intercambiar puntos de vista sobre el amor en los tiempos del cambio, así que prefirió resumirlo todo con una frase. “Si vienes con formalidad en esta casa hay una silla para ti”.
Desde el día en que el novio entraba en la casa de la novia la relación alcanzaba una fase decisiva donde ya era complicado dar marcha atrás. El novio entraba en la casa y a veces costaba trabajo echarlo, sobre todo si cogía la costumbre de quedarse a cenar todas las noches y sentarse en el sofá a ver la película que echaban por la televisión. Cuando el novio ya entraba en la casa de la novia con todos los honores se disipaban los temores y las dudas: iban por la calle agarrados sin necesidad de esconderse de nadie y además las novias se volvían menos intransigentes a la hora de los acercamientos. Desde ese día se podía decir que eran novios formales con derecho a buscar la oscuridad del Parque en las noches de verano y a sentarse en la última fila del gallinero del cine donde era complicado enterarse de la película.
Pepe Sánchez y Antonia Asensio estuvieron noviando cinco años, hasta que por fin, dieron el paso de casarse, el 29 de mayo de 1975. Lo hicieron en la iglesia de San Roque, ejerciendo como párroco de la ceremonia, el célebre don Marino. Aquel momento fue más inolvidable para ella que para él, ya que cincuenta años después el actual marido no tenía claro si se habían casado en San Roque o en la iglesia de la Plaza de Toros.
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