Antes de que la democracia se oficializara en los despachos, antes de que pudiéramos ir a las urnas y llenar las paredes de carteles, empezamos a respirar y a compartir ese viento de libertad suburbial y callejera que se fue gestando entre los adolescentes de aquel tiempo en los bares de moda, en los bailes de los sábados, en los patios de los institutos y en cualquier acera.
Los años setenta, que tanta libertad nos trajeron, nos dejaron también un reguero de palabras y expresiones que se fueron imponiendo con una fuerza imparable, de la mano de aquel tiempo de revoluciones continuas. Nuestro diccionario cotidiano, que apenas había cambiado en treinta o cuarenta años, que era prácticamente el mismo que utilizaban nuestros padres y nuestros hermanos mayores, de pronto sufrió una sacudida que nos alteró el habla.
Fue el lenguaje de los años del desenfreno, el que vino de la mano de ese “libertinaje” del que hablaban los mayores para definir la situación que estábamos viviendo. Fue un lenguaje pandillero y suburbial, en ocasiones estrechamente ligado a sectores marginales de la sociedad.
De golpe, los jóvenes de aquel tiempo, que habían sido los últimos niños de la escuela tradicional y de la disciplina como método y como valor incuestionable, empezaron a “pasar de todo”, de una forma tan obsesiva que la expresión se fue imponiendo en las escuelas y en los institutos, en los futbolines de los barrios y en las reuniones familiares a la hora de comer. Todos pasaban de algo, como una forma de expresar el inconformismo que exigía la época y la rebeldía propia de la adolescencia. El “yo paso” creó al pasota y con el pasota vino el pasotismo, que llegó a convertirse en todo un movimiento generacional. Pasábamos de las recomendaciones de nuestros padres cuando nos exigían que estudiáramos o nos buscáramos un trabajo; pasábamos del profesor y sus lecciones; pasábamos de las obligaciones y de las responsabilidades y pasábamos de la novia o del novio cuando a la hora de romper una relación utilizábamos el célebre discurso: “paso de ti”. Cuando la muchacha que nos gustaba dejaba de mirarnos entendíamos que nada teníamos que hacer porque estaba claro que ella “pasaba de nosotros”.
Pasábamos de todo y a todas horas y el “yo paso” se convirtió en la banda sonora de toda una generación. A esa marejada de cambios llegó otra palabra fundamental en aquel tiempo. De pronto, los compañeros de clase y los amigos del barrio se convirtieron en colegas. La palabra colega sonaba a todas horas para indicar un grado de camaradería y de complicidad mayor que el de un simple amigo. Ser colega significaba una implicación más estrecha, compartir territorios prohibidos como el de las escapadas de clase o el de los primeros cigarros de hierba cuando empezaron a ponerse de moda.
Hasta en la pronunciación había claras diferencias: no utilizábamos el mismo tono para decir amigo que cuando a alguien le llamábamos colega. La palabra colega requería un acento arrabalero, como si estuviéramos pasando de todo. Era la misma entonación que cuando pronunciábamos el “me abro”, otra de las expresiones que se pusieron de moda entonces para decir que nos íbamos de un sitio, o cuando decíamos aquello de “darle caña”. Siempre estábamos con la caña en la boca y con el loro. “Estar al loro” fue otra frase de la época, de las que formaban parte de ese amplio diccionario callejero y contestatario de una juventud que parecía obligada a remar contra la corriente y a negarlo todo.
Dejamos de decir comer para ponernos a “papear” y en vez de tonto o idiota nos dio por decirle a todo el mundo “pringao”. Los pequeños negocios pandilleros recibieron el nombre de “trapicheo” y a ponerse ebrio, ya fuera de alcohol o de droga, se denominó “estar colocao”. Colocarse ya no era una aspiración noble de la juventud que nos había precedido, sino un estado de ánimo que ayudaba a pasar de todo.
Fueron los años de las palabras: costo, madero, dabute, que alcanzaron su oficialidad en aquellas películas de delincuencia juvenil que nos resultaban cercanas porque todos conocíamos en nuestro barrio a algún colega que había terminado cayendo en el fango.
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