Había borricos de cuatro patas y borricos de dos con chaqueta y pantalón que eran más animales que los primeros. Es verdad que hace cincuenta años la gente, en general, era un poco más inocente que ahora, más generosa y más abierta a la comunicación personal, pero el que salía burro y ejercía como tal también daba coces.
Había escenas que formaban parte de la vida diaria de las calles que hoy serían consideradas como infracciones graves. El personaje que aparece en la fotografía, subido en su vieja bicicleta de barra por la Carretera de Ronda, con un borrico enganchado detrás, hoy sería multado por los municipales por hacer un uso indebido del animal. Lo llevaba atado al portaequipajes con una soga obligándolo a seguir el paso de la bicicleta.
Quién no recuerda esa otra escena tan repetida en aquellos años del cochero enfadado que cogía el látigo y golpeaba al caballo o la de las pandillas de niños que se dedicaban a buscar por los arrabales a los perros vagabundos para utilizarlos en sus escabrosas ocurrencias. Había un juego que consistía en coger un perro y atarle una ristra de latas al rabo y echar a correr detrás para disfrutar del alboroto.
Las calles, entonces, estaban llenas de perros vagabundos que deambulaban de un lado a otro buscándose el sustento. Los veíamos husmear en las basuras y atravesar calles y plazas sin rumbo cierto. A veces, los niños los apedreaban, por el placer de hacer daño y también por el miedo a ser mordidos. Había un temor global a la rabia y siempre había algún mayor que narraba la historia de alguien que había muerto por la mordedura de un perro.
Los perros callejeros eran perseguidos por esa brigada municipal que formaba parte de la perrera, un cuerpo de élite en el oficio de capturar animales al trote. La perrera ocupaba un edificio bajo con patio a espaldas del ayuntamiento, lindando con la casa donde ensayaban los músicos de la banda municipal. Era un lugar con un toque siniestro, donde el aliento de la muerte estaba siempre presente. Impresionaba contemplar a los animales encerrados en jaulas, aguardando el juicio final que en muchos casos pasaba por la fatídica pila del agua o por una de aquellas inyecciones que los llevaban directos al otro mundo.
Los animales formaban parte de la vida diaria y se mezclaban con la gente por las calles. La libertad de los perros solitarios sin dueño ni rumbo fijo, contrastaba con la sumisión de los caballos y de los borricos que se empleaban en los trabajos. Recuerdo el burro que llevaba el ‘Tío Antonio’, el pescadero ambulante que todas las mañanas, a la misma hora, llegaba por mi barrio desde el puerto pesquero con las alforjas cargadas de jureles. Iba parando de puerta en puerta, atendiendo a las mujeres que salían a su encuentro. Si tenía mucha clientela amarraba al animal en una verja y allí se quedaba hasta que se le terminaba el negocio. El borrico, tan dócil como aburrido, se entretenía moviendo el rabo de un lado a otro y espantando moscas con la cabeza mientras su dueño acababa la faena. Para los niños, era todo un espectáculo la imagen del burro del ‘Tío Antonio’, discutiendo con las pegajosas moscas que formaban parte del cortejo.
El burro del pescadero no tenía nada que ver con el burro del fotógrafo que se pasaba los domingos de invierno en el Parque y los veranos en la playa. El burro del minutero tenía un aire infantil, como si acabara de salir de un cuento, acentuado por los adornos que el dueño le colocaba: un gorro, unas gafas, una jarapa en la silla...
A mí me gustaban mucho los caballos de la Guardia Civil que salían abriendo las procesiones. Eran caballos solemnes, caballos bien comidos y bien queridos que brillaban de limpios; eran caballos bien amaestrados que se sabían de memoria cada gesto de cada desfile. Estaban tan ligados al jinete que parecían una misma pieza. A veces, los animales se resbalaban en los adoquines de las calles antiguas o se alborotaban con los cohetes, llenando el ambiente de agitación y echando al público hacia atrás por temor a que saliera desbocado.
En el otro lado de la balanza estaban los caballos de los cocheros, que eran caballos jornaleros que daban vueltas por la ciudad comiendo algarrobas, expulsando boñigas y espantando moscas. A finales de los años sesenta, en casi todas las calles había una cochera de caballos, uno de aquellos portones de madera donde los dueños encerraban a los animales. Por las mañanas, antes de salir a trabajar, los cocheros iniciaban el ritual de limpiar el lomo del animal con el cepillo, de ponerle el desayuno en la boca, de vestirlo y adornarlos, mientras los niños mirábamos con ojos de admiración.
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