Las epidemias han formado parte de la vida y de la muerte de varias generaciones de almerienses que sufrieron en sus carnes estos golpes fatales a lo largo de la historia. Desde el brutal azote de cólera del verano de 1885 o la terrible epidemia de gripe de 1918, hasta los coletazos mortales que de vez en cuando dejaban los brotes de tifus y de viruela, que se convertían en la pesadilla de los más pobres.
Uno de estos episodios de viruela, el que sucedió a finales del verano de 1902, pasó a formar parte de la historia trágica de la ciudad por el número de afectados. A comienzos de septiembre de 1902 la Junta de Sanidad Provincial alertó de la existencia de un brote de viruela que se estaba cebando con las zonas más deprimidas del pueblo de Huércal. Tres semanas después, la enfermedad se había extendido a la capital, confirmándose veinte fallecimientos.
Modesto Lafuente, que ocupaba el cargo de director de Sanidad del Puerto de Almería, realizó un informe en el que advertía a las autoridades de la necesidad de mejorar las medidas higiénicas de nuestra capital “que están a la altura del villorio más abandonado que pueda existir en el mundo”, decía.
El doctor Lafuente exigía que se vigilaran las aguas, para que se desecara y saneara el subsuelo con un buen alcantarillado tubular y para que se organizara, de una vez por todas, el servicio de desinfección.
Octubre fue un mes fatídico para el distrito primero. El médico titular de la zona, el doctor Rodríguez Díaz, mantuvo una reunión urgente con el teniente de Alcalde del departamento, Moreno Gallego, para comunicarle el estado de emergencia en el que se encontraban muchas familias del barrio de San Cristóbal, donde la epidemia había ido tocando de casa en casa no dejando una sola calle sana.
“Las voces desgarradas de las madres pidiendo socorro, los cuerpos abatidos de los niños quemados por la fiebre y marcados por las llagas que deja la enfermedad, sin colchones donde yacer ni ropas con las que cubrirse, convierten a esta barriada en un lugar tenebroso donde ni los médicos se atreven a entrar ante la imponente presencia de la muerte”, escribió el teniente de Alcalde en un informe que remitió a la Comisión Provincial de Cruz Roja.
Una semana después, las brigadas de desinfección de la Cruz Roja empezaron a adentrarse en los barrios más castigados, iniciando su labor por las calles de Matadero, Dicha, Toledo, San Cristóbal y el Patio de Giménez, recinto que presentaba un aspecto desolador con vecinos durmiendo al raso sin ropa de abrigo por miedo a entrar en las habitaciones que compartían con los contagiados.
“El personal sanitario expuso sus vidas introduciéndose en aquellos focos variolosos y miserables donde en hacinado montón se encontraban tres y más personas atacadas de tan horrible mal”, contaba Gabriel Bernabéu, miembro de la Junta de Gobierno de la Cruz Roja, en un documento que remitió al alcalde de la ciudad el 26 de octubre de 1902.
Los servicios sanitarios actuaron limpiando y saneando las viviendas, quemando las ropas y los utensilios de los contagiados y vacunando a los que no lo estaban. En los anchurones que se formaban a las puertas de las casas se levantaron grandes hogueras para depurar con fuego los objetos de los enfermos. Estas primeras actuaciones de los servicios sanitarios no frenaron la propagación de la viruela, como refleja un nuevo escrito elaborado por la Cruz Roja: “Centenares de criaturas están atacadas, cebándose también la enfermedad con las calles del Encuentro, las Cuevas del Puerto y del Gordote y la barriada de Hércules”.
Las actuaciones higiénicas aliviaban la situación de las familias afectadas, pero seguían sin acabar con la enfermedad, por lo que fue la propia Cruz Roja la que elaboró un plan de urgencia. Pedía la vacunación obligatoria en la ciudad. “Que ni en las escuelas municipales ni particulares, ni en ningún oficio ni profesión, se admita individuos que no estén vacunados o revacunados si hubiesen transcurrido diez años desde su última vacunación”, se exigía en la petición. Se insistió, además, en la necesidad de que el ayuntamiento adquiriera una estufa de desinfección como los que ya estaban operando en otras capitales, que gracias al vapor a presión servían para desinfectar la ropa de los afectados. También se consideraba fundamental el aislamiento de los contagiados. “Hay que prohibir la entrada en el domicilio del enfermo, colocando para ello, si es preciso, un agente de la autoridad en cada puerta”.
Para intentar controlar la propagación de la viruela se elaboró un plan que pretendía construir un hospital de campaña donde los afectados pudieran ser ingresados hasta que recuperasen la salud y regresaran a sus casas. “Sería conveniente construir un gran barracón de tablas en un punto distante de la población donde poder aislar a los enfermos”, decía la propuesta. No hubo tiempo de levantar barracones, de llevar la necesaria vacuna por todos los barrios, ni de higienizar las calles insalubres donde los excrementos y los orines formaban charcas de inmundicia frente a las casas. Con la llegada del otoño y las primeras lluvias, la viruela fue remitiendo y por ese año, se fue olvidando la enfermedad a la espera de una nueva catástrofe.
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Eduardo de Vicente