A finales de la década de los setenta la calle Braulio Moreno y el entorno del Hospital vivieron unos años de apogeo hostelero, favorecido por el éxito de los bares que se instalaron en la zona.
Entrando por la calle Real todavía existía el bar el Arco, regentado por Paco Robles, con la fama que aún le daba su tapa estrella: los huevos de codorniz. Siguiendo la calle, camino del Hospital Provincial, aparecía la antigua Plaza del Emir, donde en aquel tiempo florecieron dos bares que tuvieron bastante éxito entre los jóvenes: el Estrada y el Santa Isabel. En las tardes de verano, cuando se iba el sol, era complicado coger un sitio libre en las terrazas, casi siempre ocupadas por pandillas de adolescentes que acudían al reclamo de las jarras de litro compartidas que eran más asequibles para la estrecha economía de los estudiantes de aquel tiempo. Te ponían una jarra de litro de cerveza y con ellas media docena de tapas guerreras, de las que te dejaban satisfecho, almorzado o cenado.
En esa ruta del tapeo que surgió de manera espontánea en aquellos tiempos, a extramuros del centro, destacaba un pequeño local que el empresario Rafael Martínez Robles puso en funcionamiento con el nombre de ‘La Campana de Rafael de Córdoba’, allá por el año 1982. Ocupaba el piso bajo de un edificio, enfrente de otro establecimiento importante en la calle, la pensión de Virtudes, templo de los que venían en el barco de Melilla, y posiblemente, una de las últimas casas de huéspedes que funcionaron en Almería.
Allí, frente a la antigua fonda, montó su bar Rafael, un negocio familiar en el que también participaban su mujer, Ana, encargada de la cocina, y sus hijos Mónica y Rafael, siempre dispuestos a echar una mano cuando hacían falta refuerzos. La idea surgió de un cuñado de Rafael que le propuso poner un bar que no fuera corriente en Almería, algo así como las típicas campanas de Málaga, con sus toneles de vino y su variedad de caldos.
La iniciativa cuajó y el bar de Rafael no tardó en convertirse en una referencia no solo para el barrio, sino para los innumerables clientes que llegaban desde todos los rincones de la ciudad. Había tardes que era imposible hacerse con hueco en la barra y fue tanto el éxito que más de una vez se llegaron a formar colas en la puerta. Allí reinaba Rafael con sus vinos que él mismo traía los martes, que era el día de libranza, y con sus tapas especiales que no admitían comparación con las que ponían en otros bares. Nadie, nada más que Rafael, tenía ‘el chanquete de la huerta’.
La gente entraba al bar en busca del preciado y perseguido pescado y se encontraba con la sorpresa de un plato de patatas fritas, cortadas como hilo de coser, salpicadas de alioli y adornadas con una porción de jamón o un trozo de atún. Tanto éxito como el simulacro de chanquete tenía la tapa conocida como ‘suela de zapato’, compuesta por un suculento filete empanado con sus patatas reglamentarias.
Los soldados del cuartel de la Misericordia hicieron del bar de Rafael su auténtico refugio espiritual. Tenían su ruta oficial cuando salían de los muros militares, que pasaba por la pensión Virtudes para cambiarse de ropa y después por el bar de enfrente para quitarse el hambre acumulada, a un precio módico.
Cansados del rancho, hartos del menú diario, veían a Dios y a todos los santos cuando se colocaban en la barra y empezaban a degustar las tapas. Con un par de ‘suelas de zapato’ ya te ibas del bar con la sensación de haber almorzado, por lo que era muy habitual que las familias que no tenían ganas de hacer de comer un día se fueran a la Campana a llenarse el estómago.
En los años de esplendor, el bar de Rafael llegó a tener a varios empleados, pero nunca perdió esa identidad de negocio familiar que lo caracterizaba. Allí se jugaban el pan y el prestigio todos los días, por lo que tenían muy en cuenta detalles fundamentales como el de la limpieza. Se decía entonces que gastaban tanta lejía como vino.
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