En las últimas décadas del siglo XIX la ciudad de Almería carecía de los servicios sanitarios que su crecimiento urbano exigía. El Hospital, con sus instalaciones anticuadas y su escaso personal, era insuficiente para poder atender la fuerte demanda.
Con la intención de paliar tantas deficiencias, en el otoño de 1879 abrió sus puertas un nuevo sanatorio en Almería con el nombre de Gabinete Médico Quirúrgico. Era un centro privado que quería ofrecer un servicio más extenso y cercano que el que los almerienses encontraban en el Hospital Provincial.
El Gabinete se instaló en una de las casas que se construyeron en el Paseo en sus primeros años de vida, una mansión antigua que estaba situada en un rincón estratégico, en la esquina de la calle Navarro Rodrigo, al lado del histórico Café de Roura, de los más antiguos del Paseo, y enfrente del gran edificio del Teatro Principal, que entonces ocupaba el solar donde hoy se levanta el Banco Español de Crédito.
Estaba dirigido por el doctor Juan García Gómez, que tenía como primer ayudante al enfermero Juan Martínez, muy popular en la ciudad por sus reconocidas virtudes como sangrador y sus habilidades para sacar las muelas del juicio y cortar los callos de los pies. Contaba también con un importante equipo de practicantes encabezados por José Iguña y Diego Fernández, que acreditaban una dilatada experiencia en las curas de las enfermedades venéreas como la sífilis y la gonorrea.
El Gabinete se ocupaba de todo lo concerniente a la cirugía, con las especialidades en las llamadas enfermedades secretas y de la piel. Se practicaban sangrías generales, aplicación de sanguijuelas, curaciones, se hacían sajas, se horadaban las orejas da las niñas y se extraían dientes y muelas. Siempre había un equipo formado por un médico y dos practicantes que estaban de guardia las veinticuatro horas, aunque las guardias nocturnas se hacían, más que en las dependencias del sanatorio, en el concurrido salón del Café de Roura, donde era más fácil encontrar a un médico o a un practicante que en el pasillo del Hospital Provincial.
El Gabinete privado tenía, además, un servicio de asistencia domiciliaria, que se encargaba de visitar a los enfermos en sus casas, aunque costaba el doble que si era atendido en el sanatorio. Un servicio médico de urgencia por la noche, en el centro de la ciudad, costaba entonces cuarenta reales, pero si el médico o el practicante se tenían que desplazar a los arrabales de las Almadrabillas, La Chanca, el Quemadero o el Barrio Alto, el coste del desplazamiento ascendía a sesenta. Si el cliente necesitaba un cirujano para asistir a un parto, la cantidad subía a cien reales.
Para las familias con hijos, se estableció la llamada iguala para matrimonios, que por veinte reales al mes tenían derecho a recibir las asistencias que fueran necesarias. Otra novedad que el Gabinete Médico aportó a la sanidad de la época fue la de establecer un servicio de cuidados a los enfermos. Por cien reales, un practicante del centro se desplazaba a un domicilio particular para hacerse cargo del paciente durante toda la noche y que sus familiares pudieran descansar.
El servicio a domicilio se completaba con desplazamientos a los pueblos cercanos a la capital. Asistir a un enfermo en Roquetas, donde solía haber gran demanda de cirujanos, no bajaba de cien reales. Los facultativos utilizaban la tartana que a las cinco de la mañana, salía de la puerta de la Posada Nueva, en Roquetas, con destino a la capital. El carruaje regresaba al poniente a las dos de la tarde.
El sangrador del Gabinete era un experto en la aplicación de sanguijuelas, gusanos que se utilizaban entonces para extraer del enfermo la sangre infectada. Cuando alguien caía en la cama, víctima de la gripe o del tifus, el sangrador le colocaba una sanguijuela, casi siempre en el cuello, detrás de la oreja, para que el ‘Hirudo medicinalis’, que era su nombre científico, le arrancara el mal.
En Almería había entonces dos almacenes que funcionaban como depósitos de sanguijuelas. En la calle de la Hermosura, a la altura de la plazuela de Romero, se recibían las auténticas sanguijuelas verdes de África, de primera calidad, que se vendían a ocho reales la docena.
En la calle Trajano existía otro importante depósito, donde se podían comprar sanguijuelas al por mayor. Estaba regentado por el cirujano-practicante José Paniagua Ferrer, uno de los más célebres de la ciudad porque vivía en guardia permanente y en su consulta particular, frente a la Puerta de los Perdones de La Catedral, nunca se cerraba el portal.
Las sanguijuelas, que se utilizaban para curar, también se convertían en un enemigo importante. Los médicos tenían que atender con frecuencia casos de personas con una sanguijuela atravesada en la garganta tras haber bebido agua de un riachuelo o de una charca. Si los facultativos no podían extraerle el ‘gusano’ utilizando unas pinzas largas porque la operación le provocaba vómitos, recurrían a un antiguo remedio que casi siempre daba buenos resultados, obligaban a la víctima a mascar tabaco para terminar con el intruso que tenían alojado en el gaznate.
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Eduardo de Vicente