El decorado que pasó de moda

En las casas antiguas solían reinar los muebles en medio de los espacios recargados

En los dormitorios antiguos la iconografía religiosa estaba muy presente, como las camas majestuosas de hierro o de madera.
En los dormitorios antiguos la iconografía religiosa estaba muy presente, como las camas majestuosas de hierro o de madera.
Eduardo de Vicente
23:07 • 09 mar. 2020 / actualizado a las 07:00 • 10 mar. 2020

Tuve la suerte de recorrer muchos salones, muchas cocinas y muchos corredores antiguos cada vez que tenía que llevar un pedido a la casa de un cliente. En mi tienda llevábamos las compras a los propios domicilios, sobre todo cuando se trataba de personas mayores que no podían cargar con peso. 



En ese trabajo infantil y familiar me encontraba con auténticos tesoros, con casas que parecían sacadas de un cuento por su belleza antigua y por los decorados que allí me encontraba, propios de una época que ya estaba en retirada. En muchas de aquellas viviendas de otro siglo la gente mantenía las costumbres intactas, también de otro siglo, y toda la tramoya de los viejos tiempos de esplendor. Eran casas que se iban heredando de generación en generación y sus inquilinos nunca rompían del todo con sus raíces, por lo que lo mismo te encontrabas con un baúl que tenía doscientos años que con una talla de un santo que había pasado por las manos de tres generaciones. 



En aquellos decorados de las casas de antes había elementos comunes, una serie de objetos que se repetían en los comedores, en los salones de estar y en los dormitorios. Recuerdo que tanto en las grandes viviendas burguesas, como en las casillas más humildes, no faltaba el crucifijo en la pared principal del dormitorio, justo encima de la cama. Cuando yo tenía doce o trece años, a esa edad en la que ya había echado picardía,  me impresionaban aquellos dormitorios recargados de muebles, con camas de inmensos cabeceros e imágenes de santos en las paredes.



Cuando me encontraba delante de Señor crucificado, que parecía estar vigilando todo lo que sucedía en la cama, me preguntaba a mí mismo cómo podrían abstraerse sus inquilinos a la hora de las caricias y de los actos amorosos, sabiendo que el omnipresente no les quitaba la vista de encima o que la Virgen, rodeada de fuego y de ángeles, tampoco dejaba de mirarlos, como si estuvieran tomando nota de todo lo que sucedía debajo de las sábanas.



En casi todas las casas antiguas había un crucifijo, el retrato de la Purísima y la figura del Niño Jesús que tanto decoraba en la mesita de noche. Tampoco faltaban el cuadro con la frase ‘Dios bendiga esta casa’ que se colocaba en la entrada, el retrato en sepia de una boda lejana, la fotografía del hijo que estaba en la mili presidiendo el mueble central del comedor y la jaula con un pájaro dentro. Había mucha afición entonces por los pájaros, por lo que era frecuente que en un lugar soleado de la casa apareciera la jaula del pájaro, que con su canto incesante se convertía en la banda sonora en las mañanas de abril. 



En las casas antiguas había grandes baúles que parecían intocables y arcones cerrados con llave donde se guardaban los tesoros de las familias: las medallas de oro, los anillos, y el ajuar de la abuela con su nombre bordado con letras de oro. En las casas antiguas las camas eran enormes y tan altas que debajo podías encontrarte con una maleta o con la blancura de la escupidera que se colocaba de noche para no tener que salir al patio a orinar. Los patios eran entonces tan importantes o más que el comedor o que la cocina porque allí estaba la pila donde se lavaba la ropa y donde se ‘duchaban’ los niños los domingos por la mañana. Eran los patios de tender la ropa, los patios donde aparecía el váter detrás de una cortina; los patios del gallinero y del espejo en la pared con repisa donde los hombres se afeitaban; los patios donde se escuchaban las coplas de moda que cantaban las madres mientras se dejaban las manos sacándole brillo a la ropa.



En ese decorado que se repetía por las viviendas de antes destacaba la mecedora, que permanecía en las casas como una reliquia. Era la mecedora de la abuela, pegada a una ventana, el trono en el que se pasaba las horas muertas rezando el rosario y viendo pasar la vida por delante. Un día, la vieja mecedora se quedaba vacía y los niños de la casa la mirábamos con un sentimiento profundo de pena, sabiendo que nunca más volvería a utilizarse. Durante un tiempo, la mecedora permanecía en el mismo rincón, como un último recuerdo que nos había dejado la abuela.



En algunas de aquellas casas antiguas que yo visitaba de niño cuando iba a llevar los repartos, había un piano que presidía el salón. Siempre tuve el deseo de quitarle el tapete que lo cubría, de abrir la caja del teclado y empezar a tocar. Los pianos pasaban a formar parte del decorado cuando ya nadie los usaba, lo mismo que aquellos suntuosos juegos de café que languidecían en medio del polvo en el interior de las vitrinas del comedor. 


Las casas de antes tenían sus decorados particulares y también tenían sus olores. Llevo grabado en la memoria el olor a las bolas de alcanfor que se desprendía de los armarios, y aquel perfume a comida que todos los días, a la misma hora, salía de las ventanas de las viviendas para recordarnos que se  acercaba la hora del almuerzo.


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