Las Hermanas de la Caridad, que desde 1885 se encargaban de prestar sus servicios en el centro, fueron las encargadas de poner el grito en el cielo para que toda Almería conociera cuál era el estado real en el que se encontraban las dependencias del único centro sanitario de carácter benéfico que funcionaba en la ciudad.
El viejo Hospital se caía por dentro más por culpa del abandono que por los años y los internos tenían que sufrir duras condiciones de vida por culpa de la humedad, la falta de víveres, de medicinas y de ropas. En aquel gran edificio que por el sur miraba al andén de costa y por el norte a los muros de la Catedral, rondaba la miseria a todas horas y sus dependencias resultaban insuficientes para albergar a los enfermos civiles, a los soldados internos, a los aquejados de enfermedades mentales, a los niños del hospicio, a las niñas de la inclusa, y a los recién nacidos que ocupaban la casa-cuna.
La situación llegó a ser tan extrema que hasta el general gobernador de Almería se dirigió al presidente de la Diputación quejándose de las condiciones en las que estaban los soldados de tropa que ocupaban el ala militar del establecimiento, y amenazó con pedir al capitán general del distrito que retirara la guarnición de esta plaza.
En el verano de 1891 la opinión pública se hizo eco de las demandas de las religiosas y se volcó para dignificar las condiciones de vida de los internos. Unas de las dependencias más afectadas por la miseria era el llamado ‘departamento de locos’.
La ciudad de Almería no contaba entonces con un centro especializado en enfermedades mentales y aunque venía pidiendo desde hacía tiempo la fundación de un manicomio, la realidad es que los enfermos no tenían otra salida que permanecer aislados en sus casas con sus familias o ingresar en el ala del Hospital Provincial donde existía ese ‘departamento de locos’. Se llegaba a él después de atravesar la pequeña huerta del edificio y de dejar atrás la zona de los lavaderos. Allí, repartidos en varias habitaciones, se afinaban los dementes furiosos, los idiotas, los esquizofrénicos y los depresivos sin más cuidados que los que recibían de las manos de las monjas. Era un lugar tenebroso donde las paredes y los suelos destilaban humedad, donde apenas tenían luz ni retretes. Las camas estaban cubiertas por mantas viejas hechas girones y como único vestuario, los enfermos no tenían nada más que unas blusas amplias que les hicieron las propias religiosas para que pudieran salir medio vestidos a una especie de corral que llamaban patio, donde los internos buscaban los escasos rayos de sol que entraban al mediodía.
Si el ‘departamento de locos’ era un desastre, el hospicio no lo mejoraba. Para entrar había que atravesar un pequeño corredor húmedo y oscuro que iba a desembocar al primer patio donde medio centenar de niños jugaban descalzos y tan escasos de ropa que apenas les llegaba para cubrir por completo sus carnes. La escuela del hospicio no tenía ni un solo detalle que permitiera intuir que aquella guarida hubiera sido antes un colegio: solo quedaban en pie las bancas y una silla desvencijada para el maestro. Faltaba la tinta, faltaban las plumas y faltaban los libros.
En los roperos solo se guardaban los trajes desfasados y medio comidos por la polilla que se utilizaban para los entierros y para las procesiones. En aquellos años los niños del hospicio eran el comodín que las autoridades utilizaban para hacer bulto en las comitivas fúnebres de los personajes importantes y para llenar los huecos en los desfiles. Era impresionante asistir a un entierro recorriendo las calles principales de Almería con los niños hospicianos vestidos de negro y con los rostros compungidos, más por el hambre y la miseria que sufrían que por cualquier sentimiento de afecto hacia el finado al que acompañaban. Si los niños no tenían material escolar, las niñas que ocupan la inclusa del establecimiento tenían que aprender a hacer las labores con los costureros destrozados que guardaban las monjas.
Completaban aquella estampa de abandono, el habitáculo de la casa-cuna, donde diez nodrizas tenían que sacar adelante a cerca de treinta niños lactantes. Cuando alguna de estas amas caía enferma era poco menos que imposible encontrar una sustituta, ya que eran pocas las muchachas dispuestas a dejarse la salud en la casa-cuna del Hospital.
La insistencia de la opinión pública golpeó los corazones de una parte de la sociedad pudiente de Almería, que en aquel verano de 1891 organizó una gran rifa para recaudar fondos destinados a mejorar las dependencias del recinto y la vida de todos los internos que lo ocupaban.
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