Don Carlos Pérez Burillo fue un personaje activo, de los que no pasaban desapercibidos allá donde estuviera. Su popularidad se acentuó cuando apareció en Almería con un coche descapotable que muy pronto se hizo célebre por su pequeño tamaño y por su lento caminar, cualidad por la que fue bautizado con el apodo de ‘el pisapapeles’. Los niños de los años veinte jugaban a adelantar al coche de Burillo cuando lo veían aparecer por el Paseo.
Pérez Burillo, que fue escritor, periodista, concejal, vicepresidente de la Diputación y hasta alcalde de Almería, fue conocido en toda la ciudad, sobre todo, por convertirse en un auténtico luchador a favor de la higiene pública en momentos complicados, haciéndose muy popular por la eficaz campaña contra el virus Variola que él mismo dirigió tratando de atajar los contagios entre los vecinos por los barrios más deprimidos de la ciudad, a los que fue visitando casa por casa, con medidas higiénicas que dieron grandes resultados.
En septiembre de 1912, el agente consular de los Estados Unidos en Almería prohibió el desembarco de los pasajeros que llegaban al puerto a bordo de los buques que venían a cargar fruta con destino a Nueva York y a otros puertos de América del Norte, al tener noticias de un brote de viruela que se había declarado en la ciudad. Unos días después, el alcalde, Braulio Moreno, publicó un bando para evitar focos de infección que pudieran poner en peligro la salud pública, tratando de evitar enfermedades como el tifus y la viruela, de las que ya se habían detectado varios casos.
El bando sobre higiene obligaba a los vecinos a encargarse del barrido y del riego de las calles y las aceras en el espacio comprendido frente a las fachadas de sus casas.
Desde el ayuntamiento se emprendió una dura batalla contra la suciedad en aquel otoño de 1912. El teniente de alcalde accidental, Pérez Burillo, se erigió en uno de los paladines de la higiene pública. Acompañado del doctor Blanes se fue a visitar los lavaderos que existían en la zona del puerto, en el barrio de La Chanca. En el lavadero de Cadenas, junto a la rambla de Maromeros, procedieron al examen de las pilas ya la forma como se suministraban de agua, detectando que no reunían las debidas condiciones. El señor Burillo ordenó que se habilitara un pilón separado de los demás para las ropas que procedieran de las casas de los enfermos, que las pilas se alimentaran cada una de su grifo independiente y que las aguas no se embalsaran para que pasaran directamente a los pozos negros.
Uno de los motivos del recorrido por los lavaderos de los barrios fue también elegir un sitio para instalar una legiadora mecánica, que finalmente se estableció en el lavadero de Cadenas. La instalación de este aparato de higiene obligaba a los usuarios del lavadero a pasar todas las ropas por la legiadora antes de ser lavadas, “quedando terminantemente prohibido el admitir ropas sin que hayan pasado previamente por la legiadora”, decía la orden municipal.
El 15 de noviembre, Pérez Burillo se presentó en la rambla de Maromeros y ordenó al alcalde de barrio de aquel cuartel que facilitara papeletas a los vecinos “de las cuevas y casitas contiguas a éstas” para que recogieran del parque de desinfección la cal y el cloruro necesario para la limpieza de las viviendas.
La medida de instalar máquinas legiadoras en los principales lavaderos no tuvo una buena acogida por parte del vecindario. El 15 de noviembre, el concejal Pérez Burillo tuvo que presentarse en el lavadero de Cadenas con los alcaldes de barrio y una pareja de municipales para hacer frente a un centenar de mujeres que se habían amotinado, negándose a pasar la ropa por la legiadora.
A mediados del mes de noviembre, Carlos Pérez Burillo, acompañado de los doctores Cordero, Verdejo, Blanes y Aráez, y de los practicantes Gil y Díaz, empezaron la campaña de vacunación por las escuelas. En el llamado barrio de las Mellizas volvieron los problemas para los practicantes porque la mayoría de los niños y muchachos de la zona, echaron a correr cerro arriba como si hubieran visto al mismo demonio.
Viendo que la deserción era generalizada, al concejal Burillo se lo ocurrió una idea para ganarse la confianza de los vecinos y que no huyeran: hizo saber a la gente que todo aquel que se presentase a vacunarse de forma voluntaria sería gratificado con dos perrillas.
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