Cuando el doctor Domingo Artés decidió levantar un sanatorio privado en la ciudad, escogió como escenario el andén de la Rambla, el paraje conocido como Malecón de la Salle. En 1948, cuando se iniciaron las obras, era un lugar que disfrutaba del aislamiento que en aquellos tiempos proporcionaba la Rambla, frontera natural que dividía el centro de Almería del territorio que había sido vega y que aún conservaba la tranquilidad que le regalaba el entorno.
Domingo Artés buscó una zona tranquila, alejada del ruido para levantar el primer sanatorio moderno que se construyó en Almería después de la guerra. Sobre un solar de 1.400 metros armó un edificio de dos plantas, con instalaciones adaptadas a los nuevos tiempos en las que destacaban las salas de esterilización y quirófanos con los más modernos adelantos, y las confortables y soleadas habitaciones que se habilitaron para el ingreso de los enfermos. Adosado al edificio dispuso un espléndido jardín que acentuaba la paz de aquel lugar.
Cuando se inauguró, a comienzos del año 1949, se decía en Almería que el doctor Artés había abierto un sanatorio a todo confort en el que se había dejado los ahorros que había ido acumulando a lo largo de veinte años de profesión. Para estar lo más cerca posible de los operados, el médico se construyó su vivienda particular junto al sanatorio.
El nuevo centro, con los últimos adelantos técnicos, permitió que muchos almerienses que tenían que desplazarse a Granada para operarse de una hernia o de una úlcera de estómago, se quedaran en Almería en manos del equipo del doctor Artés. El sanatorio fue maternidad y hospital de moda por el que pasaron la mayoría de los casos de apendicitis que se dieron en la ciudad en aquella época.
Ninguno de los pacientes que pasaron por sus salas se hizo tan célebre como el hombre del cojinete. El primer caso de un pene atrapado en cojinete se trató en el quirófano de don Domingo Artés. Fue en el año 1949, y la víctima le dijo a su mujer que se sentía mal, tal vez por un atracón de chumbos. Se desplazaron al sanatorio y le solucionaron el ‘atranque’ rasgando la piel del pene. Cuando el médico le comunicó a la esposa del paciente lo sucedido, ésta armó un escándalo monumental. El propio doctor Artés, ayudado por el practicante Pedro Caparrós, fueron los encargados de extraer el cojinete.
Domingo Artés Guirado fue en aquellos años uno de los médicos más célebres de la ciudad. Tenía su consulta particular y además ostentaba el cargo de cirujano jefe de la Plaza de Toros, puesto en el que permaneció hasta noviembre de 1968, cuando tuvo que dejarlo por culpa de una grave enfermedad.
La vida profesional del doctor Artés fue intensa. Desde que en 1949 inauguró el sanatorio en la Rambla, apenas tenía tiempo para comer y para disfrutar del vermuht que todos los días compartía con sus amigos en la Peñilla, o para participar en las animadas tertulias que él mismo organizaba en el Café Español y en el Kiosco del ‘18 de julio’. Su jornada empezaba a las nueve de la mañana en el sanatorio; también pasaba consulta en el ‘18 de julio’ como cirujano general y por las tardes hacía las guardias en la Casa de Socorro. Era una enamorado de la profesión, tanto que en una vitrina de su despacho guardaba en un frasco con alcohol trozos de colón, vesículas llenas de cálculos, apéndices estirpadas en pleno ataque agudo y trozos de estómago.
Domingo Artés se tuvo que retirar de su profesión y de toda actividad social cuando el 15 de agosto de 1968 sufrió una hemiplégia que lo tuvo postrado en una cama durante dos años. Falleció el 11 de agosto de 1970, aunque el edificio de su sanatorio, que tanto le costó, se mantuvo en pie junto al muro de la Rambla hasta su derribo en abril de 1980.
El sanatorio formaba parte del otro lado del malecón, un escenario que empezó a acercarse al centro de la ciudad en esos años de la posguerra cuando construyeron las pasarelas sobre el cauce de la Rambla. Desde las ventanas de la clínica, los internos podían ver a los niños del colegio de la Salle, que a todas horas ocupaban el patio del centro. En esas horas de convalecencia, contemplar la estampa de los colegiales jugando era un alivio para la moral de los enfermos.
El viejo patio era entonces gran desahogo del colegio, lugar de encuentros en las horas del recreo y el escenario donde se organizaban las competiciones deportivas que tanta relevancia tenían en el centro. Por el patio entraban los niños de La Salle antes de las nueve de la mañana en una época en la que la puntualidad era estricta y aquel que llegaba diez minutos después de que se cerrara el gran portón tenía que pasar por la frontera de la puerta principal, donde era recibido por el portero y por el profesor de turno que le echaba la primera reprimenda del día y lo sometía a un interrogatorio para que aclarara el motivo de su tardanza.
Hasta los años setenta, en el patio viejo del colegio de la Salle formaban los niños antes de entrar en las clases al toque de campana, y con una disciplina casi militar, se alineaban, se cubrían y escuchaban en silencio como sonaba el himno nacional por los altavoces.
El colegio tenía otro patio más pequeño para los niños menores, que no tenía la solemnidad del patio principal, donde además de las pistas polideportivas en las que se jugaba al fútbol, al balonmano y al baloncesto, tenía un frontón.
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