El escondite de la antigua calle del Baile

Se le llamó también calle de Aristóteles y estaba a los pies del cerro de la Alcazaba

Desde las azoteas de la calle del Baile se disfrutaba de unas vistas espectaculares de la ciudad: detrás los majestuosos muros de la Alcazaba.
Desde las azoteas de la calle del Baile se disfrutaba de unas vistas espectaculares de la ciudad: detrás los majestuosos muros de la Alcazaba.
Eduardo de Vicente
07:00 • 02 abr. 2020

Uno no pasaba por el callejón del Baile. No formaba parte de ningún camino. Era un escondite a los pies de la Alcazaba, por donde nunca llegó a pasar un coche. Estaba allí, agazapada, arropada por casas humildes llenas de cal y habitada por familias antiguas que hacían vida en las puertas. 



Formaba parte de ese laberinto de callejuelas que se entrelazaban por la ladera de La Alcazaba formando estrechos pasadizos y rincones imposibles. Allí, cada calle tenía su propia identidad, cada manzana era una pequeña patria para las familias que la habitaban. Oficialmente, la calle se llamaba de Aristóteles, pero la gente le seguía llamando el callejón del Baile, su nombre primitivo, el que tuvo hasta que a comienzos del siglo pasado el ayuntamiento se lo cambió por el del sabio filósofo griego. 



En sus orígenes, este rincón fue habitado por gentes que aprovecharon las cuevas que existían en la zona y los rellanos del terreno para construir sus humildes viviendas. En 1886, cuando el municipio elaboró un padrón de pobres, doce familias, la mitad de las que residían en la calle, fueron consideradas como ‘pobres de solemnidad’ y por lo tanto, necesitadas de recibir el auxilio de beneficencia que se les daba a los que no tenían ningún medio de subsistencia.



La calle de Aristóteles tuvo épocas de esplendor, cuando todas sus casas estaban ocupadas, y tiempos de decadencia como el año 1918, cuando la gripe hizo estragos entre sus vecinos y se cerraron más de veinte viviendas atacadas por la enfermedad. Fue en la posguerra cuando el lugar se llenó de vida gracias sobre todo a las familias jóvenes que encontraron refugio en aquella zona de casas soleadas y de alquileres baratos. Hacia 1955 era imposible encontrar una hueco en alguna vivienda y más de cien vecinos residían en la calle. 



El callejón se llenó entonces de niños que merodeaban a todas horas por las cuestas, por los árboles, entre las pencas, por las últimas galerías que surcaban el cerro. Allí disfrutaban de un escondrijo mitológico que llamaban la cueva de Perico, que en su imaginación se convertía en un lugar sagrado entre las rocas, un fortín que todos los días tenían que conquistar a la salida del colegio. Nada más atravesar el umbral de la escuela, echaban a correr con las carteras en la mano para ver quienes eran los primeros en llegar a la cueva y apropiarse de ella.  No se trababa de una conquista pacífica, ya que la escaramuza infantil terminaba en una lucha de grandes proporciones, en una batalla a pedradas que casi nunca tenía un final feliz. Los que se habían quedado sin la posesión del sagrado recinto, la trataban de reconquistar y entonces se desataba una de aquellas guerrillas a pedradas que tantos heridos se cobró entre los niños del barrio.  



Por aquellos años, cuando uno recibía una pedrada en la cabeza y había que llevarlo deprisa al Hospital para que le curaran el golpe, se decía que lo habían ‘escalabrado’. En una de aquellos juegos de guerra fueron tanto los ‘escalabrados’ que algunos padres presentaron denuncias en el ayuntamiento y tuvieron que intervenir los guardias. 



Una mañana, la calle de Aristóteles se lleno de policías municipales preguntando casa por casa en busca de los culpables. Como los niños no quisieron delatar a los responsables, imitando a los héroes que veían en el cine, la autoridad competente acabó imponiendo una multa a las familias que tuvieran un niño en edad de batallar. 



Las guerrillas formaban parte de esa intensa vida de calle que fue patrimonio de una época y de varias generaciones de niños. Salvo aquellas escaramuzas infantiles, la calle Aristóteles era un lugar tranquilo donde todos se conocían. Nada sucedía de puertas a dentro porque la vida brotaba fuera y la gente compartía las alegrías y las penas de una manera tribal. En esa forma de existencia tan primitiva los terraos eran la parte más importante de las casas. Desde las azoteas de la calle de Aristóteles se dominaban los barrios principales, los campanarios de las iglesias y el mar parecía tan cercano que para tocarlo sólo había que cerrar los ojos y estirar el brazo. 


En la calle Aristóteles vivía Rafael Tortosa, el remendón que tenía el taller de zapatería en el rinconcillo de la Plaza del Mercado; Emilio García Pomares, dependiente de la tienda de La Fama, en la calle Aguilar de Campoo y árbitro de fútbol; y la familia de Juan Sánchez Fernández, un guardia civil de los de antes que procedía de Albuñol.


La calle fue muriendo lentamente cuando la gente empezó a progresar y la moda de los pisos y sus comodidades dejaron desiertos los rincones más humildes. En diciembre de 1970, una tormenta hizo ceder el terreno, partió la tubería de la conducción del agua y derrumbó cuatro viviendas. Unos años más tarde el desprendimiento del muro de contención del Camino de Castilla Pérez, que subía hacia La Alcazaba, tiró una casa y mató a Germán Ibarra, un vecino de 55 años. Desde entonces, el declive de la calle fue imparable.



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