En nuestro reloj sentimental el Domingo de Ramos marcaba el comienzo de la primavera y las niñas del barrio se quitaban la ropa de invierno y nos enseñaban sus brazos y sus hombros llenos de una blancura inmaculada. Nos despertábamos con el sonido de las campanas que desde las torres de las iglesias anunciaban la fiesta y no había entonces mejor definición de la felicidad que aquella sensación que nos inundaba al abrir los ojos, todavía resguardados por el sueño de las sábanas, cuando mientras escuchábamos las campanas pensábamos que no había que ir al colegio, que teníamos una larga semana por delante para disfrutar del placer de no hacer nada. Qué lejos quedaba la escuela el Domingo de Ramos, tanto como la cartera que habíamos dejado olvidada en un rincón de la habitación con la esperanza inútil de no volver a cogerla.
Dentro de las casas, el perfume de aquellos domingos era el olor de los churros que envueltos en un cartucho de papel de estraza se colaban en los comedores como un invitado de lujo que sólo llegaba en los días de fiesta, cuando el reloj marcaba las horas de puntillas, cuando teníamos toda la mañana para disfrutar del desayuno.
A los niños, recién lavados en la tarde del sábado, nos esperaban los churros recién hechos y sobre todo la emoción de la ropa nueva que nuestras madres colocaban en una silla frente a la cama como si fuera nuestro uniforme de gala. Y mientras nos iban vistiendo nos recordaban la frase que tanto escuchamos a lo largo de nuestra infancia: “A ver como vienes después”. Y en tan pocas palabras iba encerrado un manual de recomendaciones que nos decía que ese día no podíamos rozar la pelota, ni pisar los charcos, ni sentarnos en los trancos ni en las aceras, que aquellos pantalones tan blancos, con sus bolsillos tan puros, no estaban hechos para guardar las barras de regaliz ni los trozos de caramelo, ni nuestro desgastado juego de canicas.
Domingo de Ramos de calcetines blancos y zapatos Gorila que fueron el emblema de varias generaciones de niños. Los Gorila eran un calzado de batalla diaria que usábamos para ir a la escuela y para acudir a misa, bien embadurnados con una mano de betún. La misa de La Catedral que empezaba a las nueve y media de la mañana y en la que el señor Obispo bendecía y repartía las palmas y ramos de olivo que luego les llevábamos a nuestras madres como señal de que habíamos cumplido con la santa madre iglesia.
En los sesenta, hubo algunos años en que la procesión de los niños hebreos se celebraba el Domingo de Ramos por la tarde y salía de la iglesia de San Sebastián. Era un día de paseos y un rumor de familias y de vendedores ambulantes inundaba las calles principales. Los alumnos del colegio de La Salle y la banda de los Flechas Navales formaban en aquella procesión infantil que casi siempre cerraba una banda de soldados que llegaban desde el campamento de Viator. Uno de los recuerdos que aún permanecen rondando por mi memoria como si no hubiera pasado el tiempo me lleva a la sala de estar de mi casa, con mi madre repasándome el peinado y colocándome bien los faldones de la camisa, mientras a los lejos se escuchaban las cornetas y los tambores de la banda militar que me llenaban de nervios aquellos momentos de espera.
El Domingo de Ramos marcaba el comienzo de los días alegres de la Semana Santa antes de que llegara el silencio impuesto que empezaba con el Jueves Santo. Apenas salían cuatro hermandades en Almería, pero la vida estaba en la calle de forma permanente y los barrios se llenaban del olor de los roscos y del arroz con leche que salía por las puertas siempre abiertas de las casas. Era costumbre, al menos en mi barrio, que los niños nos intercambiáramos los roscos: “tú me das uno de los que ha hecho tu madre y yo te doy uno de los míos”, pactábamos. Era una forma de no caer en la rutina porque nunca había dos roscos iguales y comerse uno de la vecina renovaba el paladar. Fue entonces cuando entendimos que la pasión de aquellas fechas tenía mucho que ver con el perfume que nos dejaban los postres de nuestras madres y con el rastro a colonia fresca que dejaban en el aire las muchachas recién lavadas.
Todo cambiaba cuando llegaba el jueves y en el periódico aparecía el anuncio que nos recordaba que quedaban suspendidos los espectáculos públicos hasta que el Señor resucitara de nuevo. En aquella atmósfera de duelo era conveniente no gritar en la calle ni a la hora de los juegos y hablar siempre bajito como si viviéramos en penitencia. Las emisoras dejaban de emitir los discos de moda del momento y en Radio Almería retransmitían, dos veces al día, las tandas de ejercicios espirituales que dirigía el reverendo Padre Luis María Izquierdo.
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Eduardo de Vicente