Aquella era una Semana Santa en tránsito, hija de un tiempo de continuas transformaciones. La pasión había cambiado de escenario y la mística de la capilla a oscuras, el luto riguroso con formas de mujer y el olor a incienso estaban en decadencia.
La pasión se respiraba fuera, en las calles que olían a primavera, en las muchachas que se paseaban con minifaldas por el Paseo, en la barra de los bares donde había comenzado a gestarse una nueva religiosidad popular. En abril de 1970 era casi imposible encontrar un hueco libre en ‘Los Claveles’ o en el mármol del ‘Negresco’, mientras que los bancos de las iglesias estaban medio vacíos.
Aquella era una Semana Santa a extramuros de los templos. Los curas se esforzaban en cambiar su hoja de ruta y batallaban a diario por ganarse a la juventud organizando actividades de ocio que pasaban por las excursiones dominicales, por los bailes parroquiales de los sábados por la tarde, por las salas inocentes de los centros de ocio donde un sacerdote tocaba la guitarra y enseñaba canciones de iglesia y otro jugaba al ping-pong o al futbolín con la sotana remangada hasta las rodillas.
Había que acercar a Dios a las nuevas generaciones en esos momentos tan delicados, cuando la juventud parecía tan alejada de Dios. De esa atmósfera de ruptura permanente, de esa revolución social que era imparable, no se libraba ni la Semana Santa, que cada vez olía menos a sotana y más a roscos y a leche frita, que había abandonado las tinieblas de los templos y la meditación continua para echar a volar por las calles al ritmo que marcaban los sentidos. Era una Semana Santa festiva que empezaba el Viernes de Dolores, cuando a mediodía los niños salíamos corriendo del colegio y tirábamos la cartera al rincón más lejano de la casa para no volver a verla al menos durante siete días.
Las calles estallaban de una vida primeriza, donde todo parecía recién estrenado. Para muchos niños de entonces, la Semana Santa empezaba cuando veíamos aparecer por la calle de Mariana a Adolfo el heladero dispuesto a abrir su negocio un año más y cuando alguna de nuestras vecinas, con la adolescencia recién estrenada, se enfundada el vestido nuevo que había ido guardando en el armario para lucirlo el Domingo de Ramos.
La religiosidad había pasado a un segundo plano y empezaba tarde, cuando el Lunes Santo veíamos las primeras colas de muchachos en la puerta del Sindicato de la Aguja, donde las mujeres de doña Carmen Góngora preparaban las túnicas y hacían los cartones de los capuchones para las procesiones que comenzaban el miércoles.
Cada iglesia organizaba entonces sus actos religiosos particulares en aquellos días de pasión. En las Claras se seguía rindiendo culto a Jesús de la Pobreza, que aunque ya había dejado de subir de madrugada al Cerro de San Cristóbal, mantenía a sus fieles de la Archicofradía de la Hora Santa, que se reunían para celebrar un rosario y un besamanos en honor al Cristo.
La hermandad de Estudiantes repartía sus túnicas en una buhardilla que daba al Claustro de la Catedral, los Excautivos en la calle de Altamira, en la casa de un miembro de la cofradía, mientras que el Silencio daba los equipos en una habitación de la Casa Sindical. No existían las casas de hermandad, las cofradías sobrevivían desorganizadas y solo daban señales de vida cuando llegaba la Cuaresma.
Aquella Semana Santa de 1970 la imagen de las Angustias y el Cristo de la Buena Muerte tuvieron que ser sacadas a hombros de la iglesia del Corazón de Jesús por las obras de un edificio contiguo. Fue un año crítico para la Soledad, que no sacó penitentes y tuvo que nutrir sus filas con cientos de fieles que acompañaban a la Virgen con un cirio en la mano.
Fue una Semana Santa de calles medio vacías y llenos a rebosar en el Paseo, donde los almerienses se agolpaban para ver pasar las procesiones como si estuvieran viendo un desfile militar.
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Eduardo de Vicente