El Cristo pobre de la posguerra

Fue hijo de un tiempo. Subía de madrugada al Cerro de San Cristóbal rodeado de mujeres

El Cristo de la Pobreza llegaba al amanecer a la cumbre del Cerro de San Cristóbal atravesando las callejuelas de tierra llenas de miseria.
El Cristo de la Pobreza llegaba al amanecer a la cumbre del Cerro de San Cristóbal atravesando las callejuelas de tierra llenas de miseria.
Eduardo de Vicente
00:29 • 08 abr. 2020 / actualizado a las 07:00 • 09 abr. 2020

En una de las capillas laterales de la iglesia del convento de las Claras descansa la imagen del Cristo de la Pobreza, alejado del ruido y de las modas. Hace más de medio siglo que perdió su protagonismo y quedó relegada a ese papel secundario que tienen las imágenes cuando no salen a la calle. 



Qué lejos quedan ya aquellas madrugadas del Jueves Santo cuando el Cristo más pobre de la ciudad iba a reunirse con otros que eran más pobres que él: los vecinos del Cerro de San Cristóbal. Si hay una escena que pueda resumir el espíritu de las semanas santas de la posguerra esa es la del Cristo de la Pobreza subiendo por las cuestas del cerro entre chabolas y miseria arropado por largas colas de mujeres enlutadas que al llegar a la cumbre saludaban al amanecer entonando las ‘notas’ del santo rosario.



Aquel Cristo del convento de las Claras fue flor de un día, hijo de su época y víctima de la modernidad que con los años sesenta lo acabó arrinconando en la soledad de una capilla de barrio. 



Aquella ceremonia representaba la forma de vivir y de entender la religiosidad de un tiempo, cuando las mujeres no tenían más protagonismo fuera de sus casas que llenar los bancos de las iglesias y acompañar a los santos y a las vírgenes en las procesiones.  Para muchas de aquellas muchachas que a las cinco de la madrugada salían con el Cristo de la Pobreza, aquella experiencia suponía la ilusión de encontrarse a deshoras con las amigas, el salvoconducto para poder recorrer las calles del centro con la libertad que no tenían el resto de los días del año. El Vía Crucis era para ellas un desahogo corporal más que religioso, por el que merecía la pena el madrugón y el frío que se pasaba en la cumbre del cerro a las seis de la mañana. 



Guardias civiles vestidos con sus uniformes de gala escoltaban la poderosa imagen de Dios y centenares de fieles componían un acto que impactaba por la austeridad del paisaje y por el silencio del cortejo, sólo roto por el suave cántico de las mujeres mientras iban rezando las estaciones y por el sonido de las campanas de las iglesias, que anunciaban el momento de la llegada a la cumbre, el instante en que Nuestro Padre Jesús de la Pobreza miraba desde su atalaya a la ciudad dormida.



Ese día, el barrio de ‘San Cristóbal’ blanqueaba sus casas, limpiaba sus calles y sobre las ventanas y balcones los vecinos colgaban colchas y ramajes de bienvenida. Mientras el Cristo  llegaba a la cima se iba haciendo de día y las primeras horas de la mañana se llenaban de niños que aprovechaban la llegada del Señor para ponerse la ropa de los días de fiesta. 



Para ellos, como para tanta gente del barrio, la llegada del Cristo significaba que al menos una vez al año, la ciudad subía hasta sus casas y pisaba sus empinadas calles de tierra y respiraba su pobreza recién lavada, penetrando en ese pequeño universo de casas destartaladas por donde nunca llegó a pasar el progreso.



El Vía Crucis del Cristo de la Pobreza nació en la posguerra y pasó a la historia con ella. El Lunes Santo de 1947 fue bendecida la imagen en la iglesia de las Puras. Ese año salió por primera vez por las calles de la ciudad, pero sin subir al cerro. Fue en abril de 1948 cuando ascendió por las cuestas de ‘San Cristóbal’, en una peregrinación que se vivió como una evocación de la ascensión de Jesús al mítico monte del Calvario.  Año tras año fue ganando seguidores hasta convertirse en uno de grandes acontecimientos de la Semana Santa de Almería, compitiendo entonces con el Vía Crucis del Cristo de la Escucha. Sin embargo, Jesús de la Pobreza no tenía el peso de la tradición que arrastraba el de la Escucha, una tradición que se heredaba de padres a hijos. Sin ese vínculo sentimental, el Señor que salía de las Claras en la madrugada del Jueves Santo tenía sus días contados. Cuando llegaron los nuevos tiempos, cuando la juventud dejó de madrugar y se alejó de los templos y de las procesiones, el Cristo acabó en el olvido de su humilde capilla.



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