El primer recuerdo sólido que tengo de la Semana Santa, lleno de imágenes y rico en detalles, me lleva a los primeros años setenta, cuando con mi tía Angustias iba a ver las procesiones. Siempre tuve la sensación de que en aquellos años la gente no participaba en la ceremonia, sino que iba solo a mirar, con una actitud parecida a quien contempla un desfile de soldados o una carroza de feria.
Llevo aquellas primeras semanas santas grabadas en la memoria como si fuera un tatuaje. Recuerdo la sensación de soledad que me producía ver las calles medio vacías, penitentes desaliñados con las túnicas encogidas y arrugadas en medio de un ambiente de desolación que hacía presagiar un cambio de época.
Eran años de una profunda decadencia: recuerdo la impresión que me dejó contemplar la estampa de un grupo de penitentes delante de la puerta de la iglesia de las Claras, antes de que saliera el Nazareno, con las túnicas llenas de cera vieja, mal vestidos y en actitud de ir a una juerga pandillera en vez de a un acto religioso.
Recuerdo la desorganización de las hermandades, cuando los niños de mi barrio nos colábamos por la puerta del claustro de la Catedral y nos llevábamos sin permiso los equipos de los Estudiantes para hacer procesiones en el patio. Íbamos a ver las procesiones al Paseo, que se convertía en una gran pasarela donde importaba más el juego social, el buscarse, el encontrarse, la caminata de arriba abajo, las pipas calientes del kiosco, la silla libre en el café de moda y las tertulias que el acto religioso. La fe, el recogimiento, y todos los silencios de las semanas santas antiguas, habían pasado de moda y las procesiones eran el pretexto que la gente necesitaba para salir de noche. Llevo impreso en el alma el frío de aquellas madrugadas en el Paseo esperando a las pocas hermandades que entonces salían y la estampa del niño con la cesta de mimbre colgada del brazo que cruzaba por en medio del cortejo cantando: “cacahué y pipas, oiga”.
Recuerdo la tarde del Viernes Santo en la que un aguacero obligó a suspender la salida del Entierro y cuando parecía que el cielo iba a caer sobre nuestras cabezas, la noche se llenó de estrellas unas horas antes de que las puertas de la iglesia de Santiago se abrieran para que saliera la Soledad. Nunca supe por qué motivo me impresionó tanto aquella imagen rodeada de mujeres con velas y aquella multitud de hombres, de mujeres y de niños que iba detrás del trono en silencio. Eran momentos complicados para la hermandad, que aquel año no sacó penitentes a la calle. Desde ese momento entendí que la precariedad del desfile le sentaba bien a la Virgen, que era su indumentaria perfecta, que la Soledad no necesitaba de grandes bandas de música ni de exuberantes ramos de flores ni de focos espectaculares ni de penitentes con capas.
Uno tenía la impresión entonces, y la sigo teniendo medio siglo después, de que la Semana Santa terminaba cuando la Virgen de Santiago se encerraba en su templo entre un recital de saetas. Después todas las ilusiones se desvanecían como por arte de magia y nos quedaba la sensación de que las vacaciones se habían terminado, que cuando la S0ledad se encerraba la Semana Santa se quedaba en un fin de semana cualquiera con la sombra del colegio rondándonos la cabeza.
Quedaba por delante la procesión del Resucitado y otro domingo de sol y caminatas con la ropa de reestreno en el Paseo, pero el espíritu de las vacaciones, esa ilusión que teníamos el Domingo de Ramos ya se había difuminado y todas las alegrías acumuladas se quedaban en nada, convertidas en recuerdos que nos hacían más amargos las pocas horas que nos quedaban por delante para empezar otra vez con la rutina de los días de diario. El primer lunes después de Semana Santa me dejaba un sabor amargo en la garganta cuando me asomaba al calendario y comprobaba que quedaba una eternidad para el verano.
Perdido en la soledad del pupitre del colegio, echaba la vista atrás y recordaba los días felices en la calle, la emoción de las procesiones, el olor de los roscos de mi madre, sin poder evitar que un par de lágrimas se asomaran a mis ojos.
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Eduardo de Vicente