La famosa gripe de 1918 tuvo algunos puntos en común con la actual epidemia de Coronavirus que estamos padeciendo. Aquella fue letal como lo está siendo ésta y también nos cogió desprevenidos, mirando para otro lado.
En la epidemia de 1918 el virus estuvo presente durante seis largos meses, desde que en el mes de junio empezaran a llegar las primeras noticias de la enfermedad que ya estaba atacando a otros pueblos cercanos a la provincia de Almería. El día 15 de junio la Junta de Sanidad local tranquilizó a la población diciendo que los casos detectados en Almería eran aislados, pero que para evitar contagios era preciso poner en marcha una serie de medidas de desinfección en el transporte público, en los bares y en los comercios.
Todos los días aparecían en la prensa noticias sobre la gripe, pero no se llegaba a hablar de epidemia y había tanta confusión que un día los periódicos aparecían con datos muy preocupantes y al siguiente contaban que la enfermedad había decrecido. Es posible que el virus diera una pequeña tregua en los meses más calurosos del verano, pero siempre estuvo ahí, rondando por todos los rincones hasta que a mediados de septiembre reapareció con fuerza.
A la capital llegaban las noticias de la epidemia que se extendían en los pueblos de la zona norte, pero las autoridades aseguraban que los casos que se habían dado no revestían tanta gravedad como en los pueblos, tranquilizando a la población. Entre dudas y desinformación fue avanzando la gripe hasta que el diez de octubre el Gobernador no tuvo más remedio que declarar oficialmente el estado de epidemia.
Aquella Almería de 1918 era muy distinta a la de ahora. Los pobres eran mayoría y en los barrios más desfavorecidos las familias no tenían recursos para llenar sus despensas durante una semana y encerrarse en sus casas a esperar a que amainara el temporal. El confinamiento actual hubiera sido imposible llevarlo a cabo hace un siglo porque la gente tenía que salir a la calle a buscarse el sustento si no quería morirse de hambre y porque las autoridades tampoco tenían medios humanos suficientes para vigilar a la población y que no saliera a la calle. Se cerraron los centros de enseñanza, como ahora, se suspendieron los espectáculos públicos, como ahora, pero los vecinos, sobre todo en los arrabales, siguieron haciendo su vida en las calles y siguieron padeciendo graves carencias de higiene y de alimentación que agravaron los síntomas de la enfermedad.
Otro rasgo común entre la gripe del 18 y el virus actual es que no había ningún medicamento efectivo para combatir el mal. Los periódicos de entonces hablaban de píldoras milagrosas que se quedaban en nada y de pomadas que aliviaban los síntomas, pero a la hora de la verdad, cuando la gripe atacaba, dejaba un rastro de muerte allí donde pisaba. Se dijo entonces que en casi todas las familias, la gripe de 1918 dejó su huella mortal.
Fueron meses dramáticos sin más recursos que las medidas higiénicas que la Junta de Sanidad puso en marcha por todos los distritos y el reparto de comida y de medicinas entre los enfermos y los convalecientes. Para tal efecto y ante la imposibilidad de que los miembros de la Tienda de Asilo fueran de casa en casa, se escogió una serie de escenarios comunes en los barrios para hacer los repartos. Estos puntos de distribución fueron los patios vecinales, que entonces abundaban en la ciudad: el patio de la casa de los Puche, en la Plaza de Bendicho, se convirtió en un centro de operaciones donde iban los vecinos del barrio a por la leche, los huevos y la carne.
En las semanas más críticas, cuando la gripe causaba estragos en la ciudad, se empezó a barajar la idea de recurrir a los métodos divinos para llegar donde no llegaba la ciencia. El Obispo, don Vicente Casanova y Marzol, se mostró reacio a utilizar a los santos como recurso y supo frenar cualquier tentativa de sacar las imágenes a la calle. Tal vez esperó un momento más oportuno, cuando la enfermedad entró en esa fase de meseta y los contagios comenzaron a frenarse. El 30 de octubre, cuando el pico de la epidemia ya se había pasado, el Obispo hizo pública una alocución pastoral en la que aprovechaba la oportunidad para darle un tirón de orejas al pueblo almeriense que se acordaba de la religión en los momentos extremos. “El pueblo, que como colectividad parecía adormecido o muerto a los influjos salvadores de la religión, ha despertado, ha resucitado a la vida de la fe y por medio de sus autoridades pide rogativas y suplica permiso para trasladar en solemne procesión la venerada imagen de la Santísima Virgen del Mar a nuestra Catedral”.
El Obispo accedió, quizá sabiendo que la enfermedad estaba en retirada y el milagro era más creíble. Dio su autorización, pero no lo hizo de forma gratuita, ya que obligó a todo aquel que quisiera participar en el triduo a la Virgen y en la procesión, a tener que pasar antes por el confesionario y a tomar la santa comunión. La procesión se celebró el tres de noviembre, con la ciudad llenando las calles y postrada de rodillas pidiéndole a la Patrona que se llevara de una vez por todas aquella maldita enfermedad.
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Eduardo de Vicente