Si finalmente este año nos quedamos sin Feria, que sería lo más lógico viendo la evolución de la epidemia que nos afecta, no sería la primera vez que el pueblo de Almería tuviera que sufrir este contratiempo. En el calendario de ferias modernas, desde finales del siglo diecinueve hasta hoy, hubo dos años en los que los festejos de agosto tuvieron que suspenderse por culpa de la epidemia de cólera que nos golpeó durante dos veranos consecutivos en 1884 y en 1885.
No fue una tarea fácil paras los gobernantes tener que tomar la decisión de suspender la Feria en 1884, cuando media ciudad esperaba el mes de agosto para hacer negocio con los forasteros que venían de otras provincias y con los visitantes que desde los pueblos llegaban hasta la capital buscando los baños de mar, la juerga y la procesión de la Patrona. Fueron frecuentes los debates y las discusiones entre los políticos, los comerciantes y los miembros de la Junta de Sanidad, que no compartían el mismo punto de vista en relación a la epidemia.
Mientras que el sector comercial quería que la Feria se celebrara a toda costa, argumentando que el cólera no se había cebado todavía con nuestra provincia, los responsables sanitarios tomaron la decisión de que no se podían organizar los festejos tradicionales ante el peligro de que la enfermedad se extendiera aprovechando el caldo de cultivo de las muchedumbres.
Un artículo aparecido en la prensa en septiembre de 1884, contaba como los almerienses se habían quedado sin sus fiestas de agosto: “Las niñas se han visto privadas de dar vueltas por el Paseo luciendo al mismo tiempo que las joyas y galas de su vestuario, los encantos y perfecciones de su belleza y adorando a la par los objetos expuestos en los escaparates de las platerías, tentación de los ojos y epidemia de los bolsillos”.
El maldito cólera no terminó de marcharse y al verano siguiente recuperó sus fuerzas de tal forma que invadió la provincia con crudeza, causando estragos en la población más vulnerable y obligando de nuevo a suspender la Feria en honor de la Virgen del Mar por segundo año consecutivo.
En la noche del 18 de agosto de 1885, mientras el Gran Blondin cruzaba el Paseo caminando por un fino alambre, la noticia de una muerte por cólera en la ciudad corrió como la pólvora, causando tal alarma en la muchedumbre que se había congregado para ver el espectáculo, que la gente huyó despavorida dejando solo al prestigioso equilibrista.
Al día siguiente, las autoridades hicieron oficiales los primeros casos de cólera en Almería, mientras que desde los pueblos, en especial desde Adra y Cantoria, llegaron noticias del pánico que sufrían sus vecinos debido a la alarmante extensión de la enfermedad.
El 21 de agosto, don Agustín de Burgos Cañizares, alcalde de Almería, creó una Junta de Sanidad para tratar de frenar la propagación de la enfermedad, que en apenas tres días había causado más de cuarenta fallecidos. En aquellos tiempos no existía red de alcantarillado y en muchos barrios las casas no tenían pozos negros, por lo que era habitual que la gente hiciera sus necesidades en la misma calle. El 22 de agosto se habilitaron tres hospitales para atender a los infectados: en las Hermanitas de los Pobres, las Siervas de María y frente al Puerto, en el edificio donde había estado el Hospicio Viejo. En la capital la media de defunciones era de cincuenta diarias, mientras que en los pueblos la situación también empezaba a ser crítica, como en Adra, con quince muertes al día.
La aglomeración de víctimas colapsó los escasos servicios fúnebres. El carro de los muertos no disponía nada más que de un tiro de caballos, por lo que después de dar cuatro o cinco viajes seguidos al cementerio, los animales no podían ni con sus huesos, por lo que los cadáveres tenían que permanecer en las casas entre doce y quince horas antes de ser enterrados. Ante tan alarmante situación, los comerciantes Eustaquio de los Ríos Zarzosa, Pascual Murillo y Vicente Abad formaron un grupo para encargarse de agilizar el traslado de víctimas y de enterrar a las decenas de cadáveres que se acumulaban en el cementerio, ante la escasez de sepultureros y de zanjas.
La fiestas programadas para celebrar la Feria de Almería se suspendieron, quedaron clausurados los balnearios y las playas se quedaron desiertas. El único acto que se mantuvo en el calendario fue la tradicional procesión de la Virgen del Mar, que recorrió las calles seguida de millares de fieles que le pedían el final de la epidemia. De nuevo, la religión trataba de llegar dónde no alcanzaba la ciencia.
Un cronista de la ciudad describía así la tragedia: “El aspecto de la población de día es triste, pero de noche aterra. Sólo algún transeúnte cruza las calles y el silencio sepulcral que reina es interrumpido por el rodar de los coches que a galope cruzan llevando a los médicos a las casas de los enfermos. De vez en cuando, al doblar, una esquina, se ve avanzar una masa negra, es el carro de los muertos que va cargado de cadáveres. Por las ventanas, salen los gritos de dolor de las familias, que lloran la pérdida de un ser querido”.
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