Benditos maestros de escuela que se dejaron sus años de juventud llevando la cultura por aquellas escuelas pobres de la posguerra y por aquellos pueblos lejanos donde aprender a leer y a escribir y hacer cuentas era toda una conquista. Maestros mal pagados que recorrieron los rincones más olvidados de la provincia llevando los libros y la cultura a pobres y ricos.
Benditos maestros itinerantes que se subían a los autobuses pobres de la época para llevar la esperanza de sus cuentos y su música a los niños que dejaban de serlo con ocho o nueve años porque tenían que trabajar la tierra y cuidar del ganado antes que ir al colegio. Maestros viajeros, sabios y cómicos al mismo tiempo, que iban de aldea en aldea llevando sus enseñanzas y sus alegrías.
Por las fiestas de San Sebastián desafiaban el frío de Los Filabres para llevar sus historias por las cortijás de la sierra. Grandes hogueras iluminaban la noche y al calor del fuego los aldeanos se juntaban en un corral para asistir al espectáculo del grupo de maestros que, convertidos en actores, iban recorriendo los pueblos más lejanos de la provincia.
Eran maestros de escuela con alma de cómicos, pequeños artistas anónimos que llevaban la cultura y el entretenimiento por los rincones más olvidados. En algunos pueblos, por donde no pasaban más forasteros que los emigrantes cuando regresaban en verano, la llegada de los maestros era todo un acontecimiento, y como tal, eran recibidos por las primeras autoridades: el cura, el alcalde y el cabo de la Guardia Civil, mientras una docena de cohetes estallaban alegres en el cielo.
Formaban parte del Servicio Español de Magisterio y de los llamados Grupos de Cultura y Arte del Frente de Juventudes, que empezaron a funcionar en la primavera de 1949 y que a lo largo de la década de los cincuenta se convirtieron en una célebre troupe que llevó la magia de la cultura a rincones donde no habían visto nunca un libro ni habían escuchado aún el sonido de la radio.
Los maestros recitaban poemas, narraban historias de amor, entonaban viejas canciones populares, hacían juegos de manos y se disfrazaban de humoristas para hacer reir a los lugareños. A veces, se sumaban a la fiesta los músicos del cuarteto de la rondalla provincial, que actuaban mientras que los maestros se cambiaban de ropa o disfrutaban de la morcilla recién hecha y el vino de la tierra, que nunca faltaba en aquellas reuniones.
Por el grupo de maestros-actores pasaron hombres y mujeres que tuvieron que compaginar las esporádicas aventuras por los pueblos con su actividad docente diaria en los colegios de Almería. Nombres como los de Eulalia Fornieles, María del Carmen Asensi, Amparito Mollinedo, Rafael Navajas, José Escoriza, Martirio Rodriguez, José María Cuadrado, Maruja Godoy, Nicolás López, Anita Soler, Emilia Sicilia, José Martínez López y Alfredo Molina, pasaron a formar parte de aquella manera tan directa de enseñar y entretener que supuso una auténtica revolución en los pueblos más atrasados de Almería.
Aunque todos dejaron su huella en los miles de vecinos que disfrutaron con sus actuaciones y sus ocurrencias, la figura del profesor Alfredo Molina Martín fue, sin duda, una de las más recordadas. Don Alfredo era un maestro con una extensa preparación cultural, dotado además de cualidades artísticas que le permitían convertirse en un humorista o transformarse en un tahúr. “Con ustedes, el gracioso caricato Mister Molini”, anunciaba la voz del presentador, y allí aparecía el bueno de don Alfredo, dispuesto a dar un recital de chistes y a encandilar los inocentes ojos de los aldeanos con alguno de aquellos juegos de manos que hacían aparecer y desaparecer los pañuelos o los naipes por arte de magia. Unos minutos después, Molina regresaba al ‘escenario’ para representar con sus manos y su voz el relato de títeres donde el malo siempre acababa derrotado por los aplaudidos golpes de una cachiporra.
No solo llevaron el teatro, la poesía, los buenos modales y la música a los pueblos. sino que también le dieron la oportunidad a todas esas gentes del campo de asistir por primera vez en sus vidas al milagro del cine. Muchos no habían escuchado nunca ni la radio cuando a mediados de los años cincuenta, los maestros itinerantes se presentaron en su gira con un proyector ‘Andre Debrie’, que se pusieron de moda en Almería en las reuniones parroquiales y en las escuelas católicas.
Los aparatos, importados de París, se podían solicitar en la tienda de José Céspedes Ramos, en la calle Rueda López, que era el distribuidor oficial. Cuando los miembros del Grupo de Cultura y Arte del Frente de Juventudes aparecían con el cine a cuestas, todo los habitantes del pueblo acudían a la sesión, cada uno con su silla en la mano.
A veces, la troupe hacia giras de una semana y recorría las pedanías más escondidas. Donde iban eran tratados como estrellas y al terminar la actuación completaban la fiesta compartiendo con los vecinos esa hospitalidad ancestral de las gentes del campo.
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Eduardo de Vicente