En todos los barrios había algún niño inválido que por culpa de un mal parto o de una enfermedad prematura se había quedado impedido para el resto de su vida. Como todo el mundo hacía la vida en la calle, los tullidos, los minusválidos, los que arrastraban alguna tara física, se mezclaban con la gente con absoluta naturalidad y formaban parte del grupo de los personajes más populares de cada manzana.
Recuerdo que abundaban las personas jorobadas y que la mayoría, como aquel famoso lechero motorizado que venía de Los Molinos, tenía que trabajar para ganarse el pan porque no era fácil conseguir una paga del Estado.
Era muy conocido y a la vez muy querido, Miguelico, ‘el baldao del Reducto’, un prodigio de inteligencia que tocaba la guitarra con arte y era la alegría de las fiestas y de las excursiones vecinales. Miguelico era un pozo de sabiduría y de bondad.
Más allá del Reducto, al pasar la Rambla de la Chanca, uno de los personajes más celebres de aquel distrito era sin duda Dolores, ‘la balda’, la niña que andaba con las manos, la muchacha que utilizaba los brazos para subir y bajar las cuestas al trote con agilidad felina. Quizá fue la poliomielitis la que le dejó una huella de por vida, un estigma que marcó su existencia y la convirtió en Dolores ‘la baldá’ antes de que ella supiera que sus frágiles piernas no le iban a servir para moverse.
En su cuerpo se unían dos tragedias: sus piernas que eran como dos alambres inertes y sus ganas de disfrutar de la vida intensamente, como si la misma fuerza que le imposibilitaba andar, la empujara a correr detrás de su corazón y a apasionarse por todo lo que la rodeaba. Con sus dos zapaticos de corcho cubriéndole las manos, Dolores se movía por las cuestas con la agilidad de un gato, compitiendo con los otros niños, tratando de que no la consideraran distinta. Ella formaba parte de aquel paisaje de tierra y su quebrada figura se distinguía desde lejos, cuando con los otros niños subía hasta la cima del cerro como una más del grupo.
‘La baldá’ tenía dos hermosos ojos y una mirada profunda que no dejaba ocultar sus sentimientos cuando se quedaba mirando a algún muchacho. Dicen que era muy enamoradiza y que una vez se quedó enganchada de uno de los viajantes que iba por la tienda de Ascensión ‘la de las cabras’. Acurrucada sobre el tranco de la tienda, con un toque de pintura alrededor de los ojos , Dolores se pasaba las horas en la puerta esperando que llegara el hombre de su vida, pintando besos en su imaginación, tejiendo historias de un amor imposible que crecía de noche y se derrumbaba a la luz del día.
Dolores frecuentaba también el comercio de Pepe Avilés, por donde a diario pasaba todo el barrio. El dueño le preparaba una silla pequeña en un rincón del mostrador y ella se sentaba a escuchar las historias que las mujeres iban dejando a su paso.
Pepe Avilés tenía la tienda en la calle Rosario, cerca del lugar donde el Ayuntamiento hicieron unos urinarios públicos. ‘La baldá’ solía visitar aquel recinto sagrado lleno de pequeños cráteres donde la gente hacía sus necesidades. Allí hablaba con María ‘la cartucha’, que era la encargada de la limpieza, la mujer que siempre estaba renegando porque sus vecinos evacuaban fuera de los agujeros.
El tiempo fue transformando el paisaje del Cerro del Hambre. Muchas familias se marcharon cuando tuvieron la oportunidad de prosperar y otros fueron muriendo como el propio barrio. Dolores ‘la baldá’ también se fue. Dicen que se volvió a enamorar, esta vez de verdad, y que en Castellón conoció a un hombre, se casó y tuvo hijos.
Todavía, por los alrededores de la calle Brújula, donde ella vivió su juventud, los viejos del lugar la recuerdan bajando y subiendo cuestas, corriendo con los brazos y escondiendo sus pequeñas piernas inútiles, acariciándose el pelo sentada en un tranco, mirándose en un espejo sus hermosos ojos negros.
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