Una vecina de mi barrio tenía la costumbre, cuando llegaba el mes de mayo, de mandarnos a cuatro niños a tomarnos un helado a primera hora de la tarde en el ‘Alcázar’ para que nadie le quitara el mejor sitio, el de la mesa de arriba que estaba pegada a las tiendas. El favor le salía por cuarenta pesetas, diez por niño, que era lo que costaba en los primeros setenta un corte o un cucurucho de turrón o de tuti-fruti, que en aquella época estaban de moda.
Los niños de entonces no comprendíamos muy bien qué placer le encontraban los mayores a sentarse toda la tarde en la puerta de los cafés del Paseo, un lugar del que solíamos alejarnos nosotros porque teníamos la sensación de que en aquel escenario siempre estábamos vigilados. Y no nos equivocábamos. Nadie pasaba desapercibido en el Paseo y menos aún cuando se colocaba en uno de sus veladores a ver la vida pasar por delante y a que lo vieran.
El Paseo de antes tenía vidas distintas según la época del año y según las celebraciones. Estaba el Paseo infantil de los días de Navidad con los villancicos sonando en los altavoces; el Paseo exultante de las tardes de Feria; el Paseo desolado de las anocheres de invierno; el Paseo de las parejas de novios y de los matrimonios de las tardes de los domingos; el Paseo silencioso de las procesiones de Semana Santa, y el Paseo formal de los desfiles militares.
Había también un Paseo triste que te dejaba un sentimiento helado en el alma. Era el Paseo que nos encontrábamos los domingos de invierno cuando empezaba a caer la noche, cuando a las ocho o a las nueve, al salir del cine, cruzábamos aquella avenida desierta donde no quedaba más vida que las últimas luces de los escaparates y las carreras de los soldados que pasaban por allí con prisas camino del badén de la Rambla para coger la Parrala que los devolvía al campamento.
El Paseo se apagaba después del día de Reyes, resucitaba en Semana Santa y despuntaba con los primeros calores. Mayo era un mes de cambio para el Paseo. Se puede decir sin temor a exagerar que el verano en Almería entraba antes por el Paseo que por las playas.
Cada año, cuando llegaba el mes de mayo, los dueños de los negocios hosteleros del Paseo remitían sus instancias al Ayuntamiento solicitando el permiso necesario para la instalación de sillas y veladores en la vía pública. El verano llegaba a Almería cuando en las aceras del Paseo aparecían las mesillas de los bares, que fueron las flores de un tiempo en el que la ciudad conservaba todavía su vida recogida y provinciana.
Las sillas de los bares eran las tribunas desde donde los hombres asistían al milagro de la vida. Aquél que no tenía su silla y su mesa en un café del Paseo estaba fuera de la vida pública, como si no existiera. Todo sucedía allí: los negocios de los días de diario y los paseos de los domingos, cuando la avenida se llenaba de muchachas que mostraban sus encantos subiendo y bajando la cuesta.
Para comprender mejor lo que significa el Paseo en aquellos veranos, nada mejor que este artículo que apareció en el Yugo en 1945: “El público, con el esperado advenimiento del buen tiempo, ya llena las terrazas de los cafés y bares. Agrupados en torno a los veladores, los hombres se deleitan en la contemplación de las bellezas, que forman legión en nuestra ciudad y que a la hora del paseo animan la principal arteria de la población”.
Había una estampa que se repetía en las largas tardes de los veranos de entonces: al atardecer, el camión de la regadora pasaba refrescando el Paseo, mientras en los bares los camareros mojaban las aceras y limpiaban las mesas preparando la llegada de los clientes. Los domingos por la tarde era imposible encontrar un hueco en un café y el Paseo era un río interminable de gente de todas las edades que no tenía otra distracción que mostrarse allí donde estaba la vida. No es de extrañar que a finales de los años cuarenta las dos aceras estuvieran sembradas de negocios, que cada dos pasos apareciera un bar o un café como signos de identidad de una ciudad anclada en sus viejas tradiciones. Más de catorce negocios, entre bares y cafés, batallaban por la clientela del Paseo, sembrando las aceras de veladores. Para conseguir la autorización municipal tenían que pagar un impuesto y cuidar de la limpieza absoluta de la vía pública, estando expuestos continuamente a la vigilancia del administrador de arbitrios.
En los viejos tiempos todos los cafés importantes instalaban sus sillas en la puerta para poder competir: El Colón, el Español, el Alcázar, la Madrileña, la Granja Balear, Los Espumosos, el Cipriano, el Capitol, el Sevilla, el Fontanita y el Imperial de la Puerta de Purchena, estaban entre los fijos. A los cafés de toda la vida se sumaban en verano entidades como el Círculo Mercantil y la sociedad Casino, que también colocaban sus sillas. Hasta la señora Gloria González Navarro, propietario del modesto bar Martínez, en la Avenida de Cabo de Gata, montaba sus veladores cuando llegaba el verano.
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Eduardo de Vicente