Cuando el agua fresca era un lujo

En las tiendas vendían vasos de agua fresca que el cliente consumía sobre el mostrador

Uno de los campamentos que el Frente de Juventudes organizaba en Almería en los años de la posguerra en el que nunca faltaba el clásico botijo.
Uno de los campamentos que el Frente de Juventudes organizaba en Almería en los años de la posguerra en el que nunca faltaba el clásico botijo.
Eduardo de Vicente
23:20 • 29 abr. 2020 / actualizado a las 07:00 • 30 abr. 2020

Los hijos de tenderos saben lo que era ir de ‘excursión’ a la fábrica del hielo que estaba en Pescadería. Cuando apretaba el verano había que madrugar para evitar las horas de calor y con el carrillo de madera o en bicicleta, atravesar la ciudad para ir a comprar aquellas barras de hielo que entonces se utilizaban para refrescar las neveras. 



Ir a por el hielo era una aventura en el camino de ida y a veces una odisea en el camino de vuelta, cuando la mercancía nos parecía un iceberg, cuando había que sufrir empujando el carro porque estábamos obligados a no entretenernos si queríamos llegar antes de que el hielo se derritiera. Las barras iban envueltas en tela de saco y por el camino íbamos dejando un rastro de agua helada que nos delataba.



El hielo era el negocio del verano, un ingreso extra para las pequeñas tiendas de barrio que obtenían una rentabilidad extraordinaria despachando vasos de agua fresca y llenando garrafas y botellas de cristal en una época, a mediados de los años sesenta, en la que el frigorífico era todavía un lujo para la mayoría de las familias. 



Pasaban los barrenderos después de las doce, empapados de sudor, con los labios secos de tanto calor, y paraban tres minutos en la sombra de la tienda para beberse un vaso de agua de Araoz recién sacado de la nevera. Pasaba el cartero con la frente empapada y las axilas encharcadas y también se detenía en el oasis a tomarse su vaso de agua reglamentario. Los viajantes que venían a los encargos, los albañiles de las obras, el hombre que vendía el pescado con la mula y los niños que jugaban en la calle, hacían alto en sus quehaceres diarios para disfrutar de ese pequeño lujo y de ese gran placer que era entonces saborear un vaso de agua fresca.



La otra alternativa para que el agua no pareciera caldo, era echar mano del humilde botijo de toda la vida, que también formaba parte del paisaje. El botijo era como uno más de la familia y en cada casa había un rincón para el botijo del agua, con su plato que se colocaba debajo para recoger el sudor del barro, con su tapadera hecha primorosamente de ganchillo para que no le entraran mosquitos ni polvo. El botijo fue parte de nuestra infancia cuando todavía no se habían terminado de instalar los frigoríficos en las casas para quedarse para siempre. El botijo te aseguraba el agua fresca y reunía ciertos protocolos de higiene siempre que no se pegaran los labios al pitorro.  “Niño, no chupes”, nos decían las madres cuando nos arrimábamos de más al invento. 



Los botijos estaban por todas partes. Si íbamos al taller más cercano a darle viento a las ruedas de la bicicleta aprovechábamos el momento para echar un trago del búcaro, aunque los botijos de los talleres fueran menos atractivos porque llevaban impresos las huellas de las manos que lo tocaban, que siempre estaban manchadas de grasa.



En la feria siempre había un puesto ambulante donde el único negocio que se ofrecía era el de un cantarillo de agua fresca para empinárselo a razón de una peseta el trago. Como los niños de entonces íbamos a la feria a ver y a caminar de un lado a otro, con los bolsillos medio vacíos, cuando nos daba sed recurríamos al remedio más barato, que era el del botijo ambulante que estaba en la acera.



Cuando las familias fueron progresando, cuando los nuevos adelantos llegaron hasta las casas más humildes, el frigorífico se impuso con fuerza relegando a la historia a las neveras con barras de hielo y al botijo. 


Fue en el año 1955 cuando llegaron a Almería los primeros frigoríficos modernos, distribuidos por la Agencia Ford de José María Artero. Pero entonces era un artículo de lujo que sólo estaba al alcance de unas pocas familias de la clase alta, y hubo que esperar unos años más para que los frigoríficos empezaran a popularizarse y a entrar en los hogares de los modestos.


En 1960 la casa Bazar Almería vendía en exclusiva los Westinghouse que entonces costaban doce mil pesetas. En 1961, Comercial Eléctrica Aznar, en el Paseo, nos trajo los Edesa que eran más baratos y llegaron con un llamativo anuncio donde se veía a una mujer ama de casa abriendo el frigorífico con cara de sorpresa y una frase que decía: “Ya soy feliz”. 


Empezaban a llegar nuevas marcas y mejores ofertas: en 1963 la empresa Radyelec, en la calle Navarro Rodrigo, nos ofreció el Kelvinator, que venía con la aureola de estar fabricado en América, lo que garantizaba su calidad.  Fue entonces cuando las familias empezaron a ahorrar para poder tener uno de aquellos aparatos que fueron una revolución. Cuando a una casa llegaba un frigorífico era un acontecimiento en la calle y los vecinos visitaban la cocina para verlo como si fuera un pequeño dios, tan admirado que era habitual echarse fotografías junto al frigorífico y que las madres lo adornaran colocando sobre el techo del aparato un jarrón con flores que le daba un aire más hogareño. 



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