Jueves 2 de abril.
La pantalla marcaba las 22:43 cuando la alerta efímera del WhatsApp anunció la entrada de uno nuevo.
-Estoy tratando los infectados en residencias asistidas, es el corazón de las tinieblas, pero creo que ha llegado el momento de acuñar un nuevo principio bioético: No Abandonarás…y más a quienes más necesitan. Apenas tengo tiempo para los míos. Hoy 100 kilómetros y 10 infectados…confinados en residencias, al final en el infierno. Esa es la razón, Pedro.
Era la respuesta de un médico que está en primera línea en el frente de batalla a mis sucesivos WhatsApp intentando contactar con él.
A las 23:02 vuelve a sonar la alerta. Son dos fotos con personal sanitario. Médicos, enfermeras, cuidadores y una monja, inmaculadamente de blanco y a la que apenas se le ve el cansancio dibujado en los ojos por el brevísimo espacio que queda libre entre la cofia religiosa y la mascarilla. Algunos de los protagonistas llevan una protección corporal que se asemeja más a imitaciones apresuradas de batas de plástico que a equipos de protección con garantías. La monja solo se defiende contra la amenaza del virus con el habito cuidadosamente inmaculado.
-Gente valiosa, corajuda
Teresa Jornet, Íllar
-Y Terque (este no tiene casos…hala, a descansar, que yo lo necesito. No Abandonar, eso es todo
-Les llevo material, vías, respiradores, y les hago una eco portátil y saturación de oxígeno. Tecnología y tratamiento a pie de cama. No Abandonarás o no seremos una sociedad decente.
-Creo que merecéis el mayor aplauso- le respondo a su envíos.
-Gracias, es un ethos. Duerme bien, mi mujer me está regañando y quiere esterilizarme con lejía antes de ir a la cama…cosas femeninas.
El último WhatsApp llevaba la señal horaria de las 23:10. Su remitente, como el de todos los anteriores, era el doctor Nicasio Marín.
Cuando terminé de leer el contenido de su cadena de WhatsApp , caí en la cuenta que acababa de conocer la primera experiencia que se estaba llevando a cabo en toda España para amortiguar la plaga de horror que ya había tomado el campo de batalla de las residencias de ancianos en todo el país. Almería, tan alejada siempre y siempre tan olvidaba, se ponía a la cabeza en la monitorización de todos los ancianos y trabajadores de las cuatro residencias de la provincia en las que se habían detectado casos de coronavirus: Virgen del Rosario en Roquetas, Santa Teresa Jornet y Ballesol en la capital y la residencia de Íllar. Días después la experiencia almeriense era seguida por otras cuatro residencias andaluzas y alguna murciana.
La historia de estas semanas está llena de Schindler que dedican todo su esfuerzo y más en salvar, en rescatar vidas al horror irremediable e inconsolable de la muerte.
En las residencias, en los hospitales, en los centros de salud. Desde el médico más experimentado, a la enfermera recién llegada; desde la cuidadora más sensible al celador o la limpiadora menos descansada. Los Schindler almerienses son una legión de corazones, un equipo de conocimiento solo derrotado por la inevitabilidad de lo irremediable. A ellos, y a su esfuerzo y a su miedo, es a lo que los almerienses aplaudimos cada tarde a las ocho desde la brisa conmovida y esperanzada de los balcones. Nunca tantos hicieron tanto por tantos.
Cada éxito, cada enfermo recuperado es saludado desde el sentimiento conmovido de la emoción silenciosa. Nada humano les fue nunca ajeno al personal sanitario o sociosanitario.
-Juan, Manuel, Pedro, la segunda tanda de altas de las monjas. Es el resumen de hoy. Habrá más en breve. Simples seres humanos…eso era todo”. Fue otro de los whatsApp que recibí días después desde las primeras trincheras del campo de batalla.
Todo el ejército que lucha contra el virus no ha perdido nunca la moral de victoria cumpliendo, sin saberlo quizá, aquella declaración de Heráclito escrita hace miles de años pero más actual hoy que nunca de que “tú estado de ánimo es tu destino”.
Desde Torrecárdenas hasta el último centro de salud que abre cada mañana en el rincón más alejado de la provincia, la estructura sanitaria almeriense no ha dejado de estar ni un solo segundo en estado permanente de alerta. A ellos se les debe, les debemos, que la tragedia no haya alcanzado dimensiones más crueles, siendo tanta crueldad la sufrida.
Esta Carta va hoy por ellos. Pero no solo por ellos. También por los guardias civiles, policías, legionarios y UME, por las cajeras de los supermercados, por los tenderos de la esquina, por los bomberos, por los transportistas, por los y las que trabajan bajo el invernadero o sobre el cemento de los almacenes agrícolas, por todos los que salen a las calles protegidos para proteger a los demás.
De todos me acordé hace unas noches mientras veía (ya he perdido la cuenta de cuantas veces la he visto) “La Lista de Schindler” y llegué a su escena final en la que el empresario, abatido por el horror que no pudo evitar en el pasado y el miedo a la incertidumbre, recibe un regalo de Stern, su fiel y cómplice gerente, en agradecimiento por haber salvado la vida a centenares de judíos condenados a su exterminio por la barbarie nazi. Es un anillo forjado en el oro derretido del diente de uno de sus trabajadores. Oskar Schindler llora su impotencia- ¿¡por qué no hice más, por qué no salvé mas vidas!?, se lamenta desolado en medios de las lágrimas. Stern lo mira con ternura, le coge la mano y le entrega el anillo: no se atormente Her Schindler, reciba este regalo como un gesto de agradecimiento; es un anillo y en su interior lleva escrita una frase del Talmud: “quien salva una vida, salva al mundo”.
Los Schindler de Almería no recibirán un anillo cuando esta guerra termine. Pero nadie, ni ellos ni nosotros, deberíamos olvidar nunca esas siete palabras del Talmud.
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