La pedagogía moderna vino a decirnos que la enseñanza, para desarrollarse de forma integral y como es debido, necesita de un hábitat propicio, de clases donde no hubiera más de veinte niños a cargo de un maestro. Pero una cosa fue la teoría y otra la práctica, ya que la realidad nos fue dejando claro que las necesidades siempre se imponían a los deseos y que al final, en casi todos los colegios las clases se iban a llenar por encima de sus posibilidades.
Este problema se afrontaba con total naturalidad en los años de la posguerra, cuando era normal que un maestro tuviera que lidiar con cuarenta o con cincuenta niños. En las escuelas particulares, en las que los alumnos tenían que pagar su cuota mensual, cuantos más niños, mucho mejor para el director.
Un buen ejemplo de masificación en el aula era el de la popular escuela de Don Eustaquio, más conocida como la del bombo, donde había tantos niños que más de uno tenía que sentarse en el suelo porque no había sitio para poder meter más bancas. El apodo del ‘bombo’ le venía de la vinculación del colegio con los hijos de las familias que formaban parte de la Organización Nacional de Ciegos que aprendían el oficio de lazarillos.
La escuela de niños lazarillos se instaló en una vivienda que hacía esquina con las calles Antonio Vico y Navarro Darax. Al frente del colegio estaba don Eustaquio López Soriano, que de seis a nueve de la noche, tenía que trabajar con más de cincuenta niños que se amontonaban dentro de la habitación.
En una esquina, cerca de la pizarra, había un gran bombo con el que se enseñaban los niños a sacar las bolas y a leer los números del sorteo. Don Eustaquio era un maestro de una rectitud asombrosa, que ya había dejado huella en todos los destinos por donde había pasado desde que en septiembre de 1915 puso su primera escuela en el número once de la calle de Mariana. Fue maestro en Chercos y director de la Graduada de Sorbas en los años veinte, hasta que en los tiempos de la República dio el salto a la capital consiguiendo una plaza en la escuela del distrito norte.
Don Eustaquio López Soriano era un maestro entregado que vivía para su oficio y que tenía una habilidad especial para motivar a los niños más complicados, poniendo especial énfasis en la educación y en los modales. Dos tardes a la semana, contaba con el apoyo de don Santos Rodríguez Benavente, el cura que daba las clases de religión. Don Santos era un personaje especial, que llegó a tener mucho poder en la ciudad por ser el secretario y la mano derecha del Obispo don Enrique Delgado y Gómez. El cura jugó un papel fundamental en la escolarización de los niños de los ciegos y en la creación del colegio.
La tarea de llevar a todos aquellos muchachos aspirantes a lazarillos al colegio no fue fácil. En la mayoría de los casos se trataba de niños analfabetos, criados en la libertad de la calle. Para motivarlos, la delegación los premiaba por asistir a la escuela con comida, ropa y juguetes, y a los padres les prometían que si el niño era aplicado y útil se le proporcionarían los medios para que aprendiera una profesión.
En la primavera de 1944, dos meses después de ponerse en funcionamiento las escuelas, los nuevos lazarillos titulados empezaron a salir por la ciudad acompañando a los ciegos que iban por las calles pregonando los números de los cupones del día. Los Iguales era el nombre popular con el que se conoció a este sorteo benéfico que empezó a funcionar en Almería en febrero de 1932. Era una rifa que dedicaba el 50% de la recaudación a premios, diez pesetas por cada papeleta de diez céntimos, obteniendo ingresos suficientes para atender a los numerosos indigentes que transitaban por las calles en una época marcada por el paro obrero que provocaba graves conflictos sociales en la ciudad. Al terminar la Guerra Civil, la recién creada Organización Nacional de Ciegos, se encargó del sorteo de los Iguales, aunque el nombre oficial fue el de cupón pro-ciegos. En aquellos años de posguerra se trabajó institucionalmente para organizar el sorteo y para dignificar el trabajo de los vendedores, decretándose medidas que entonces parecieron muy duras, para que la venta del cupón no pareciera un ejercicio de pedir limosna.
En 1944, se creó la figura del inspector visitador con el fin de ejercer la vigilancia en la vía pública de todos los vendedores. Entre las estrictas reglas que se establecieron, se prohibía a los vendedores separarse de los sitios fijados y entregar los cupones al lazarillo para que los vendiera de puerta en puerta. No podían permanecer sentados en las aceras o escalones de los portales, estando obligados a descansar sobre sillas o banquetas. También se actuó sobre la costumbre de vocear los Iguales por las calles empleando motes para cada número. Los ciegos se los sabían de memoria y en vez de pregonar el número que llevaban, solían utilizar el mote. “Me queda el matrimonio”, decían para nombrar el 81. “Llevo la muerte”, si tenían el 00, “La Dama y el Niño”, para anunciar el 83. El inspector tenía la orden de ser muy severo en cuestiones de indumentaria. Se les obligó, tanto a los vendedores como a sus lazarillos, a ir debidamente aseados y con la ropa adecuada para que no parecieran mendigos, y además se les prohibió la asistencia a los comedores de Auxilio Social, ya que estas comidas se reservaban para las personas que estuvieran en paro y sin ingresos para hacer frente a sus necesidades.
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