Para los almerienses de los años treinta, el Paseo y la Puerta de Purchena eran el gran escaparate de la ciudad. La vida estallaba a diario en los barrios populares, donde se concentraba la mayor parte de la población, pero el pulso económico de Almería latía en esa manzana que se extendía desde la calle de las Tiendas hasta el Paseo, pasando por la Puerta de Purchena y llegando hasta la calle de Granada y la Rambla de Obispo Orberá.
Allí estaban los grandes cafés de la burguesía y los comercios más prestigiosos, pero también esa otra forma de negocio que era la de los puestos ambulantes que desde el rinconcillo de la entonces Plaza de Nicolás Salmerón llegaban hasta la circunvalación del Mercado Central. Abundaban los tenderetes de cacahuetes y garbanzos y los baratillos donde se podían encontrar libros usados y donde los adolescentes de aquel tiempo iban a cambiar novelas.
Allí estaban también las tiendas de juguetes, auténticos templos para los niños de aquella época. Todos los años, cuando pasaba el día de la Purísima, don Ubaldo Abad, propietario de Bazar ‘El León’, en la calle de las Tiendas, transformaba los escaparates que daban frente a la fachada de la iglesia de Santiago en un santuario infantil con los mejores juguetes que traía de las fábricas de Valencia.
En la Plaza de Vivas Pérez, a unos metros del bazar de la familia Abad, los Almacenes Escámez también se unían a las fiestas navideñas compitiendo en brillantez con las mejores tiendas del ramo. Su dueño, Francisco Escámez Morales, fue el que puso de moda en Almería los yo-yos, en los reyes de 1932. En el escaparate principal montó una colección de yo-yos de asta, de celuloide, de metal y madera y se quedó sin existencias.
En el Paseo los tres establecimientos principales que se convertían en juguetería cuando llegaba la temporada eran la Casa Ros, la tienda de la Giralda y los Almacenes ‘El Águila’, aunque la mejor exposición seguía siendo la que montaba Casa Ferrera en las calles de Aguilar Martell y Martínez Campos. Los niños de los años treinta soñaban con elegantes muñecas vestidas de seda, con caballos de cartón que parecían de verdad, con espléndidos polichinelas que abrían y cerraban los brazos y tocaban la pandereta, el tambor y el bombo y con los trenes eléctricos que eran la esperanza de unos pocos, mientras que los mayores suspiraban por los modernos gramófonos con los que la casa Sánchez de la Higuera llenó los salones de las casas de la burguesía local, todo un lujo que costaba 215 pesetas con ocho discos a elegir.
En aquellos años se hicieron muy populares en la ciudad las tiendas de ‘todo a 0,95’, donde era posible encontrar alguna ganga a menos de una peseta y donde las familias más humildes buscaban los regalos de reyes. Muchos comercios importantes tuvieron que abrir una sección de 0,95 para no perder clientela. Uno de los establecimientos pioneros en la venta a 0,95 fue Segura, en la calle de las Tiendas, al que se unió poco tiempo después la Casa Ros, en el número 23 del Paseo del Príncipe, que en aquellos años treinta fue bautizado como Avenida de la República.
Merece una mención especial el caso de la tienda de la familia Segura, una saga de comerciantes que después de probar suerte en Buenos Aires terminó echando raíces en nuestra ciudad donde todavía queda abierto un negocio que lleva esa marca familiar. Cuando llegaron a Almería, allá por 1919, el matrimonio formado por Celedonio Segura y Andrea Guijarro alquilaron un local en la calle de las Tiendas, en la esquina de la calle Azara, e instalaron un pequeño negocio al que llamaron ‘El 0,95 céntimos’ porque tenían un extenso surtido de productos: calcetines, guantes, colonias, jabones..., que vendían a ese precio, anunciándolos al gran público como una absoluta ganga que no tenía competencia. De Francia, importaba las cajas de encajes de última moda que las mujeres añadían a las sábanas y a la ropa interior, y de Barcelona los tejidos que más se llevaban en cada momento.
Fue una novedad, todo un invento, algo que no se conocía en el comercio almeriense. En pocos meses la tienda se hizo célebre en la capital y también en la provincia; de los pueblos cercanos venían los tenderos para llevarse la mercancía que los Segura vendían más barata que en los propios almacenes.
Cuando a lo lejos se veían largas colas que traspasaban los límites de la calle de las Tiendas, la gente decía sin temor a equivocarse: “Ya ha traído doña Andrea otro barco de género”. Los días en los que llegaba la mercancía el negocio permanecía abierto mientras hubiera un cliente esperando en la puerta.
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Eduardo de Vicente