Los días van cayendo, los lugares van cambiando de aspecto sin que percibamos esa transformación que todo se lo lleva por delante. Solo cuando después de veinte o treinta años echamos la vista atrás y pasamos lista de todo lo que ya no está, tomamos conciencia real del paso del tiempo.
En ese calendario sentimental que todos llevamos incorporado, junto a los años tachados en rojo aparece una inmensa lista de lugares y de comercios que fueron desapareciendo del mapa. Algunos de ellos estaban tan estrechamente ligados a la vida de la ciudad que parecía imposible que dejaran de existir.
Quien iba a imaginar, hace cuarenta años, que el restaurante Imperial o el bar Los Claveles serían solo historia unos años después, o que de la tienda de Almacenes Segura de la Puerta de Purchena, donde los niños hacíamos cola para ver las bicicletas colgadas del techo en las vísperas del día de Reyes, solo iba a quedar la fachada.
Cuántos comercios dejaron de existir en la Puerta de Purchena, y cuando hablo de la Puerta de Purchena incluyo la Plaza de Manuel Pérez y la Plaza del Carmen, que formaban parte del mismo entorno. Recuerdo las colas que se formaban en la acera que bajaba de la calle de Regocijos hasta la farmacia de Durbán cada vez que se acercaba un partido importante y el Almería montaba una taquilla de venta anticipada de entradas en el bar Torresano. Era tanta la demanda que tenía que intervenir la Policía Armada para poner orden.
En el mismo edificio del bar, en el primer piso, estaba entonces la consulta particular de don Manuel de Oña Iribarne, donde íbamos los niños de la recién estrenada clase media cada vez que nos dolía la garganta o el estómago, o a que nos recetara algún complejo vitamínico a ver si de una vez por todas cogíamos esos tres o cuatro kilos que tanto echaban de menos nuestras madres. La delgadez estaba mal vista entonces como si fuera un síntoma de la enfermedad o una reliquia del hambre que habían pasado nuestros mayores.
Enfrente del edificio del bar y de la consulta del médico destacaba el chaflán donde se despachaba la lotería de El Gato Negro, otro de esos negocios que parecían eternos y que un día acabó desapareciendo de esa esquina para siempre. Unos días antes del sorteo de Navidad, por mi calle, que era la calle Arráez, pasaba en procesión medio barrio de la Chanca y de la Plaza Pavía para comprar el décimo en el Gato Negro, que era un templo para los supersticiosos. En esa manzana solo consiguió sobrevivir el popular y muy antiguo kiosco de Amalia, aunque sin el carrillo de Pepe ‘el Cojo’ que tenía adosado en la parte trasera. El carrillo era más un lugar de reunión que un negocio y siempre había más gente hablando que comprando.
El tiempo se fue llevando a su paso a casi todos los comercios de aquel entorno y en la Puerta de Purchena no quedó nada en pie. Desapareció hasta la cabina de teléfonos que pusieron en los años sesenta, la primera que montaron en Almería, y que durante años se erguía en el corazón de la ciudad como un símbolo de lo modernos que éramos y de lo mucho que habíamos avanzado. A los niños nos gustaba acercarnos los domingos a los alrededores de la cabina para escuchar las conversaciones de los reclutas que hacían colas para hablar con sus novias. Pensaban que estaban solos y a voces les declaraban su amor desde la lejanía, a veces con tanta pasión que todos acabábamos un poco enamorados de la novia, que imaginábamos al otro lado del teléfono en un lugar perdido del norte de España.
Desapareció la cabina como también desapareció la máquina del foto matón que a comienzos de los años setenta fue una revolución en el centro de Almería. Íbamos todos al foto matón con alma de paletos, sin saber jamás qué gesto teníamos que poner para salir bien en la foto ni cuando era el momento adecuado. Como buenos catetos que éramos salíamos mirando para otro lado con cara de asustados por temor a que la máquina se quedara con las monedas sin retratarnos. Cuando al invento le cogimos el tranquillo nos metíamos dos o tres en la cabina para inmortalizar nuestras risas adolescentes y nuestros primeros besos con las novias.
En aquella acera estaba entonces al Hostal Universal que se iba marchitando año tras años sin que nadie le diera una mano de pintura a la fachada; la jamonería Andaluza, de la que muchos solo llegamos a ver el escaparate, y presidiendo la plaza, la gran tienda de Segura, que hasta sus últimos días conservó su esencia de comercio de otro siglo. Todos fueron desapareciendo y con ellos una parte del alma de la propia Puerta de Purchena que hoy no se parece en nada a la que conocimos.
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Eduardo de Vicente