A la calle de la Almedina ya no le quedan más referencias de lo que fue que el viejo estanco en la esquina con la calle de Narváez. Es el único negocio que ha resistido el paso del tiempo y el declive imparable de una calle que llegó a ser un gran zoco por el volumen de comercios que tuvo y que desde hace unos años se ha convertido en un páramo por el que apenas transitan ya ni los propios vecinos.
Es difícil encontrar una explicación para entender qué pudo ocurrir para que un lugar que competía con las arterias comerciales más importantes del centro, que era el corazón de todo un barrio, cayera en picado como lo ha hecho. Tal vez, la calle fue envejeciendo sin que viniera la renovación necesaria de las nuevas generaciones o quizá tuvo que ver el corte que supuso para toda aquella vida que venía de la Plaza de Pavía, de la Chanca y de Pescadería, la peatonalización del tramo de la calle del Cuartel que servía de acceso principal a la Almedina, lo que sirvió para acentuar la importancia de la calle de Pedro Jover, paralela por el sur a la calle de la Almedina.
De lo que fue solo ha sobrevivido el estanco, que ya formaba parte del alma de la calle desde el siglo diecinueve, que sobrevivió a la guerra y supo sacar provecho del racionamiento de la posguerra, cuando en la calle se formaban dos colas: una para comprar el arroz y las habichuelas en la tienda de don Andrés Marín Rosa y otra para recibir las sacas de tabaco que venían de Madrid.
El estanco es el faro que le queda encendido a la calle de la Almedina, un templo por el que fuimos pasando los niños de varias generaciones para mirar con la boca abierta aquel enorme cartel de cartón piedra con la imagen del mítico guardameta Ricardo Zamora, que utilizaba una marca de papel de fumar para promocionar sus productos.
En la calle de la Almedina empezó su vida comercial el recordado y querido joyero Alfonso. Allí estuvo también la droguería de don Victoriano, que vino de Felix con su familia para vendernos la pintura y los botes de insecticida a todo el barrio.
Por la Almedina pasaron bares que dejaron huella como el de Casa Juan, famoso por sus churros madrileños, como el bar de Antonio el granaino, que perfumaba varias manzanas con el olor de sus gambas a la plancha. Años después, allá por la Transición, se instaló el bar de Andrés Sola con sus lapos de vino baratos y sus cañas siempre en oferta.
Hasta hace un año, la calle de la Almedina fue la calle de Balta y de su droguería. Empezó en el año 1960 como mercería hasta que en 1975 se trasladó a un local más amplio, en la misma calle de la Almedina y se transformó en droguería.
Cuando yo era niño todavía quedaban en la calle los restos de la que había sido la fábrica de caramelos Rosita y de los helados de la Violeta. En esa época funcionaba a toda máquina la carnicería de Gloria, donde íbamos los niños del barrio a mirar la exuberancia de la carnicera, que movía todo su cuerpo como mecido como una ola cada vez que se ponía a cortar las grandes piezas de carne.
Había dos barberos entonces: Luis y Ángel, y una gran fontanería, la de los hermanos Escámez, que recibía los encargos de todos los barrios de la ciudad. En la acera de enfrente recuerdo que estaba el portal de Juanico el caca, donde venía caramelos y frutos secos y las novelas y los tebeos usados que se iban marchitando de mano en mano.
En el último tramo, pegado a la calle de la Reina, estuvo la panadería de Paquita, donde por las mañanas, los alumnos del colegio de San José se compraban las tortas de manteca para comérselas en el recreo. Cerca estaba la confitería de Pepa y en la esquina, la muy antigua farmacia de Manuel Velázquez de Castro, con su trastienda donde íbamos a que nos pusieran las inyecciones. La farmacia daba a las dos calles y contaba con dos puertas de acceso, lo mismo que el bar de Emilio, que estaba enfrente.
La calle de la Almedina llegó a tener un colegio importante, que era conocido como el de los cagones. Se trataba de un aula de párvulos que pertenecía a la escuela graduada del Diego Ventaja. Por las mañanas, unos minutos antes de las nueve, la acera del colegio se llenaba de madres y de niños con baberos.
La calle de la Almedina tenía la importancia de sus negocios y de ser el camino más directo entre el centro y los arrabales de poniente. Cuando llegaban las vísperas de Nochebuena, la calle era un hervidero de familias enteras de la Chanca que en el trayecto de regreso de la Plaza cruzaban por la Almedina con sus cargamentos de pollos y de pavos todavía vivos.
Por la Almedina pasaban todos los barrenderos de aquel distrito para tomarse un respiro en el bar de ‘Juanico’, donde por las tardes, a la hora del café, se organizaban grandes partidas de dominó que llegaban a hacerse infinitas.
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Eduardo de Vicente