Los años vividos como aprendiz en Casa Ferrera, la experiencia trabajando la tierra en un cortijo de Málaga, el tiempo que pasó después en Sevilla empleado en una ferretería, le sirvieron para ir formándose y para tener claro qué era lo que quería.
A comienzos del siglo veinte, Guillermo Herrera Lafuente era un joven con ganas de comerse el mundo, con tanta ambición que le faltaban horas al día para poner en orden todos los proyectos que iban pasando por su cabeza. Quería trabajar duro, ser él su único jefe, llegar lejos en una ciudad como Almería donde no abundaban las iniciativas empresariales.
En 1906, con veintidós años cumplidos, alquiló un local en el número diez de la calle Gerona y montó la representación de la casa Trullas, una de las más importantes de España en el comercio de bacalao, sardinas y salazones. Como no le parecía bastante, viajó a Barcelona para entrevistarse con los responsables de la firma ‘La Unión Metalúrgica’ y hacerse con todas sus representaciones en la provincia de Almería.
Su carácter emprendedor, su ambición sin límites, y sobre todo el arte que tenía para vender, lo convirtieron en el agente comercial más prestigiosa de la ciudad. En mayo de 1908 la casa catalana ‘Las Industrias Mecánicas Consolidadas’, tan acreditada en aquel tiempo en Almería por sus fabricaciones de balcones, columnas y artículos de construcción, lo nombró su representante exclusivo en la provincia.
Su vida era intensa, dedicada al trabajo desde que se levantaba hasta que caía rendido en la cama al caer la noche. Quería seguir subiendo peldaños, su ambición lo seguía empujando a nuevos proyectos, por lo que en 1909 decidió hacerse con la representación de la prestigiosa Casa Aznar e hijos de Alicante, fabricante de motores a gas, bombas para elevar agua, molinos harineros, centrales eléctricas e instalaciones de riego y se puso a modernizar el campo almeriense.
En 1910, Guillermo Herrera nos trajo las bicicletas Duekopp, que entonces estaban consideradas como las mejores del mundo y montó un gran local en el número doce de la calle de Méndez Núñez con un escaparate lleno de bicis y motocicletas. Ese mismo año, el día 23 del mes de julio, contrajo matrimonio con Luisa Idáñez Fernández, hija de Rafael Idáñez, antiguo oficial de la Aduana de Almería.
Los motores y los coches, que entonces estaban empezando a extenderse, se convirtieron en una de sus grandes pasiones comerciales. En 1916 trajo a Almería los neumáticos Michelín y las reconocidas motocicletas de la marca Indian, que él mismo popularizó recorriendo la ciudad en una de ellas con sus hijos montados en un sidecar.
El prestigio de Guillermo Herrera seguía creciendo en una ciudad que sin embargo parecía estancada. En agosto de 1917, en plena guerra mundial, publicó una carta en la prensa local en la que criticaba la actitud pasiva de los almerienses, que no estaban aprovechando sus posibilidades económicas. “Almería, por su variada e intensa producción de minerales y su magnífico puerto puede ser un lugar excepcional para todo desenvolvimiento industrial y económico, pero permanece ociosa e inactiva, dando lugar a que otras regiones más escasas en recursos naturales y en peor situación geográfica, se anticipen a los negocios”, escribió. “Es hora de arrojar para siempre ese tedio enervante que anula las iniciativas de este hermoso pueblo”, exclamó en voz alta.
En su afán por ver crecer la provincia de Almería, le propuso al Ayuntamiento crear una Junta de Fomento Industrial que se encargara de establecer una propaganda activa en la prensa nacional e internacional con el fin de dar a conocer las condiciones climatológicas de esta región y sus productos agrícolas y minerales. Otra de las iniciativas de don Guillermo fue intentar poner en marcha un proyecto para tranvías de sangre, es decir, sobre rieles y conducido por caballos, que comunicara los principales barrios de Almería. En el verano de 1919, dirigió un escrito al Ayuntamiento solicitando la concesión de este servicio, que no llegó a ponerse en marcha.
Por esa época, Guillermo Herrera se había permito la ilusión de volver a ser ferretero. Siguió con su amplia agenda de representaciones y abrió una ferretería en el centro de la ciudad, tal vez para recordar sus comienzos. Así nació la Ferretería del Correo, en la calle del Conde Ofalia, frente al viejo edificio de Correos. Allí tuvo también la oficina de los automóviles alemanes Stoewer’ y allí empezó a gestar su gran invento: los tubos de escape Herrera. Él descubrió que los coches de la marca Ford traían de fábrica un tubo de escape que les restaba potencia, por lo que patentó, junto a un mecánico, otro sistema de tubo que le daba más libertad y potencia al coche.
La pasión por los motores lo empujó a fundar el Garaje Inglés, en la calle del General Tamayo. Montó un gran taller mecánico para las reparaciones de coches y de camiones, además de la venta de accesorios. El garaje se lo traspasó unos años después a su sobrino Adolfo Téllez Herrera.
En 1925, incapaz de saciar su espíritu emprendedor, decidió embarcarse en otro nuevo proyecto y alentado por el gerente de la prestigiosa marca de motores Diésel, se trasladó a Madrid para establecer allí su domicilio y su oficina central.
Desde la gran capital se acordaba continuamente de Almería y repetía aquella frase suya que decía: “Echo de menos que en nuestra provincia exista un espíritu de iniciativa industrial”.
En Madrid vivió nuevos éxitos comerciales hasta que en la guerra civil lo perdió todo, teniendo que refugiarse en el cortijo de la Gloria, en Huércal de Almería. Fue su refugio en los años complicados y al terminar la guerra la sede de su nueva industria, cuando el inagotable Guillermo Herrera empezó a explotar el óxido rojo que tanto abundaba en las minas de Almería. Fue uno de sus últimos proyectos.
Consulte el artículo online actualizado en nuestra página web:
https://www.lavozdealmeria.com/noticia/12/almeria/196120/el-hombre-del-garaje-ingles-y-de-los-tranvias
Temas relacionados
-
Huércal de Almería
-
Correos
-
Medios de comunicación
-
Coches
-
Construcción
-
Arte
-
Aduanas
-
Verano
-
Minería
-
Comercio
-
Tal como éramos
-
Eduardo de Vicente